La crítica coincide en afirmar que Averroes fue el más importante de los filósofos musulmanes de la Edad Media.
El consenso de los expertos resulta significativo, pero aún más elocuentes son los elogios que dedicaron al sabio cordobés, a pesar de que no profesaran su misma fe, los grandes pensadores cristianos medievales, quienes acudieron a él para dar un sentido religioso a la filosofía aristotélica, vista como el canon formal perfecto para trenzar una explicación consistente del mundo. En los escritos de esos pensadores, si Aristóteles era «el Filósofo» por antonomasia, Averroes fue llamado «el Comentarista», y tal apelativo incluía la connotación de maestro en el arte de entender unos textos no siempre diáfanos, que a menudo se prestaban a la discrepancia interpretativa. Por ello resulta injusto que el griego, sin menosprecio de sus méritos, figure como gran inspirador de tres centurias de la filosofía occidental (siglos XIII-XVI) sin que se atienda debidamente a la significación histórica e intelectual del andalusí. El cual, por cierto, no fue una rara avis de la cultura musulmana de su época, sino la cima de una brillante tradición especulativa que ya había tenido ilustres predecesores en la revisión del pensamiento aristotélico; el mérito de Averroes consistió en superarlos a todos en hondura conceptual.
El propósito declarado del sabio cordobés fue mostrar que la filosofía y la religión no son dos caminos paralelos y, por ello, jamás confluentes, que planteen a la inteligencia humana el reto de enfrentarse a dos versiones igualmente bien fundadas de la realidad. Para Averroes, razón y fe conducían a la misma verdad; de hecho, el camino es el mismo, pero cambia el vehículo, el lenguaje, puesto que la expresión filosófica solo es apta para los versados en la materia, mientras que el texto que transmite la revelación (el Corán, libro sagrado de los musulmanes), pensado para su aprovechamiento por toda clase de mentes, había sido compuesto en un estilo mucho más sencillo, rayano en la oralidad. A este mensaje de síntesis consagró su vida, y para sustentarlo con argumentos fundados desplegó una actividad inusitada en distintos campos del saber.
Esa intención básica de Averroes, la de mostrar la coincidencia final entre fe y razón, religión y filosofía, fue pionera de una aspiración compartida por otros muchos pensadores y simples creyentes de buena fe —de entonces y de hoy, y de esta o de aquella religión— para los cuales no era ni es posible renunciar a una visión de la realidad tamizada por los avances de las ciencias y la técnica, con las subsiguientes repercusiones en los terrenos de la vida social y la moral individual. El andalusí demostró que una creencia sincera no tiene por qué despreciar los instrumentos racionales de que está dotado el ser humano, pues rechazarlos sería despreciar a la divinidad que voluntariamente otorgó a la especie esos atributos intelectuales. Por tanto, cae en el absurdo quien reniega de los conocimientos provistos por el entendimiento y la razón, aunque obliguen a meditar sobre la fe y a realizar un continuado esfuerzo de clarificación y depuración de la misma.
Frente a las interpretaciones oscurantistas de la religión (las ha habido en todas las épocas y en todos los credos), el filósofo cordobés encumbró la razón humana como fuente de conocimiento y vía de corroboración final del mensaje revelado. Por supuesto, esta posición no fue del agrado de muchos dirigentes espirituales y seculares de su tiempo, en un régimen —el califato almohade— que había nacido precisamente para asegurar la pureza de una interpretación integrista del islam. Así que Averroes sufrió incomprensión, interpretaciones capciosas, acusaciones de ateísmo e incluso la persecución física, que le supuso el destierro. Por suerte, su prestigio era tan elevado que a nadie se le ocurrió la posibilidad de entregarlo al verdugo (no tuvieron tanta suerte otros sabios a lo largo de la historia, como Miguel Servet o Giordano Bruno, ambos ejecutados en la hoguera en el siglo XVI).
Quizá fuera más significativo de ese trabajo de anuencia entre los dos caminos de la verdad, la ciencia (filosofía) y la Ley (religión), que Averroes asumió el esfuerzo por amor a las creencias de sus mayores. He ahí el verdadero sentido de su labor: la adaptación práctica de la doctrina aristotélica a la idiosincrasia y las necesidades de una sociedad eminentemente religiosa.
En la realización de esa tarea, el cordobés dejó constancia de unos principios morales que muchos admirarán: sed de saber insaciable, desapego por los honores mundanos y modelo de responsabilidad civil. Su figura representa el ejemplo de una interpretación desapasionada y, sobre todo, libre de prejuicios del islam. Por ejemplo, con un mensaje de defensa de la capacidad intelectual y los derechos de la mujer que sonrojaría a los actuales defensores del patriarcalismo (musulmanes o no musulmanes). Su obra representa un ejemplo de respeto y aprecio por la estirpe humana, cabalmente demostrado tanto en el desempeño de cargos públicos como en la fruición con que asumió el estudio de todas las ciencias por las que se interesó su espíritu sediento de conocimientos.
También se ha hablado del Averroes «tolerante», aunque este punto sí requiere alguna aclaración. Desde luego, nunca tuvo reparo en acercarse a otras tradiciones culturales ni se le conocen escritos —y no fueron pocas las páginas que legó a la posteridad— en los que atacara a ninguna creencia. Pero sí defendió la guerra santa, del mismo modo que los reinos cristianos del norte de la península Ibérica pidieron al Papa la declaración de cruzada para sus campañas de expansión territorial. Creía en la bondad de un régimen político inspirado por los principios del islam y estaba dispuesto a defenderlo, aunque siempre desde un estricto rigor ético, tanto en la paz como en la guerra.
Junto a las virtudes del personaje, no pueden olvidarse los méritos puramente filosóficos de Averroes. Su significación para la historia del pensamiento occidental es incuestionable. Aristóteles entró en las universidades europeas de la Baja Edad Media de la mano —o más propiamente, de la letra— del sabio cordobés, gracias a las traducciones al latín de sus numerosos comentarios a las obras del filósofo griego. Alberto Magno, Tomás de Aquino (aun siendo su crítico) y Marsilio de Padua son tres brillantes ejemplos de filósofos cristianos medievales que basaron su reflexión en la obra del cordobés, y Giordano Bruno y Giovanni Pico della Mirandola testificaron el resurgir de sus ideas durante el Renacimiento.
[…]
En suma, Averroes fue un personaje impactante para su época, célebre por igual entre las clases populares, los intelectuales y las altas esferas del poder almohade, a tenor de la eminencia de su pensamiento y por la brillantez con que lo puso en práctica en el desempeño de sus cargos. Por supuesto, nunca en la historia se dan estos casos como ejemplos de excepcionalidad: el hombre y su obra fueron producto de una sociedad, la andalusí, que había alcanzado un destacado nivel de progreso material, acompañado por los avances de las artes, las ciencias y las letras. En tal sentido, Averroes fue punta de lanza intelectual de las virtudes de aquel colectivo humano donde también anidaban males como el fanatismo religioso y la corrupción política, factores de desestabilización a los que se sumaba la inquietud suscitada por los avances militares de los reinos cristianos del norte de la península Ibérica. El sabio cordobés contribuyó a engrandecer los méritos de al-Ándalus, además de combatir sus vicios, y lo hizo cálamo en mano (el arma de los filósofos), legando páginas y páginas que aún tienen capacidad para mover a la reflexión a las conciencias contemporáneas.