Muchos países occidentales y medios de comunicación hegemónicos se azoran ahora por el hambre y la miseria que prolifera por todo el territorio de Afganistán pero se abstienen de señalar que la causa fundamental de esa lamentable situación fue la invasión y ocupación por 20 años a esa nación centroasiática llevada a cabo por Estados Unidos y sus aliados.
Los ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, de los cuales Estados Unidos acusó a la red Al Qaeda y a su líder Osama Bin Laden, fue la excusa perfecta para que el gobierno de George W. Bush lanzara el 7 de octubre de ese año, la invasión contra el régimen Talibán en Afganistán (y posteriormente contra Irak) con el objetivo manifiesto de controlar esa estratégica región y adueñarse de sus recursos petroleros.
Bush y sus aliados argumentaron que el objetivo era acabar con el terrorismo e impedir que Afganistán se convirtiera en refugio de organizaciones violentas y aseguraban que al paso de los años esa nación se mostraría al mundo como una perfecta democracia al estilo occidental.
Nada más lejos de la realidad cuando 20 años después de3 la invasión, se repetían en Kabul las imágenes de Saigón (Vietnam) cuando los estadounidenses abandonaban en helicópteros y aviones la capital de Afganistán ante el avance incontenible de los talibanes.
Washington y las fuerzas de la OTAN abandonaron al pueblo afgano que quedó hundido en la más profunda pobreza, con una economía completamente en quiebra, sin infraestructura ni capital para enfrentar la situación imperante.
Un informe del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas puntualizó que en Afganistán el 98 % de la población ha empeorado su seguridad alimentaria, la cual experimenta déficit en el consumo de comida, debido entre otros factores a la inflación en los precios de los alimentos, las secuelas del conflicto armado y la intensa sequía que afecta el territorio nacional.
Detalla el documento que ese índice es extremadamente superior al 17 % compilado en agosto, cuando las tropas estadounidenses abandonaron abruptamente esa nación, lo cual se traduce en que nueve de cada diez familias compran comida más barata, ocho de cada diez comen menos, y siete de cada diez piden alimentos.
El PMA advierte que 23 millones de afganos enfrentarán hambre extrema a principios de 2022 y la directora de esa organización en ese país, Mary-Ellen McGroarty, significó que en aras de impedir que la crisis adquiera niveles de catástrofe se necesitarán 220 millones de dólares al mes para solventar la tensa situación.
“Con el invierno a la vuelta de la esquina, la inflación disparada y las formas de vida de la población prácticamente desaparecidas, Afganistán se enfrenta a una avalancha de hambre y miseria”, dijo McGroarty.
Tras la salida de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN, los países occidentales y organizaciones internacionales congelaron los activos de Kabul en el exterior y detuvieron la financiación porque no estaban de acuerdo en trabajar con el nuevo gobierno talibán.
El Banco Mundial apunta que en 2019 la mitad del presupuesto del país se conformaba a partir del financiamiento exterior y que con la guerra fueron creciendo las actividades ilícitas, sobre todo la producción de opio que se situó en el 86 % del volumen mundial e inundó muchas ciudades de Occidente. Durante el anterior gobierno talibán las cosechas de amapolas disminuyeron al mínimo.
En esos 20 años de invasión, aumentó la corrupción administrativa que provocó la fuga de cuantiosos fondos que solo al presupuesto estadounidense costaron 2,26 billones de dólares, según estudio de la Universidad Brown.
Uno de los mayores ejemplos fue el del expresidente Ashsef Ghani que huyó del país con cuatro coches y un helicóptero cargado de dinero y tuvo que dejar parte de la fortuna robada debido a la inminente llegada de los talibanes.
La situación es tan desesperada para la población que se ven obligados a tomar decisiones desgarradoras.
En una serie de chozas en la provincia de Badghis, una mujer lucha por salvar a su hija de 10 años pues su esposo la vendió sin decírselo a ella por lo que le dieron un anticipo. Le preguntó de dónde sacó el dinero y le dijo que la vendió en matrimonio. La niña se quedará con sus padres hasta que tenga 15 años. Ahora Parwana Malik lucha no solo contra el hambre sino para pagar la deuda de casi 600 dólares contraída por su esposo y tratar de liberar a la niña.
Abdullah, otro padre también cedió a una hija en matrimonio concertado porque no tenía como atender a su mujer que estaba enferma y debía alimentar a otros cuatro niños. Lo hizo por cerca de 200 dólares y ahora tiene que vender a otra menor para poder alimentar a los que quedan.
Asimismo, centenares de personas en la provincia de Herat (al oeste del país) venden sus riñones como única forma de alimentar a sus familias o saldar sus deudas. Con una buena suma de dinero los interesados acuden a los hospitales y un equipo médico, sin escrúpulos, se ocupa del resto.
Ghulam Nabibulah padre de cinco hijos vendió uno de sus riñones por 3 000 dólares y cinco de sus hermanos tuvieron que hacer lo mismo para ayudar a la familia. Aunque la religión prohíbe esas prácticas, Agha Abdul Manan, miembro del Consejo de Ancianos del pueblo Shaidaye lo justifica pues “tienen una situación desesperada y prefieren vender un riñón antes que ponerse a robar”.
Solo caos y miseria han dejado Estados Unidos y sus aliados en el empobrecido Afganistán. Son sus llamadas guerras por la democracia y la libertad.
Hedelberto López Blanch, periodista, escritor e investigador cubano.