Lo que ocurra en la nación norteamericana no es un asunto aislado sino algo que incumbe al conjunto de la humanidad, pues en ella se juega el rumbo de las relaciones de poder en la economía mundial, en la política internacional y en los cambios en el patrón de acumulación.
¿Qué clase de democracia es la que se tambalea o está en peligro en los Estados Unidos? A un año de los hechos de El Capitolio, acontecidos el 6 de enero de 2021, es una pregunta vigente que cabe explorar para comprender el presente y el devenir de la sociedad norteamericana. La pregunta no es menos importante si partimos del parcial artículo escrito por expresidente James Carter y publicado en el diario The New York Times el reciente 6 de enero (https://nyti.ms/3q5Qkr6). Cabe argumentar que, en principio, el análisis reduccionista de Carter centra la mirada en el movimiento político encabezado por Donald J. Trump, cuando el meollo del problema es más amplio, complejo y abarca múltiples aristas y no estrictamente lo electoral en esa nación.
“Los Padres Fundadores de los Estados Unidos” pertenecían a una élite rica y, a su vez, ilustrada. En todo momento dicha élite se opuso a la influencia de las mayorías en los asuntos públicos de la nación. A lo sumo aceptaban una participación indirecta a través de los gobiernos locales y de los ayuntamientos. El voto y el ejercicio de la democracia directa no los concebían para el común, sino para ciudadanos con dinero, formación escolar y sin estar sujetos a la esclavitud. Se trata de derechos ciudadanos restringidos, pues se creía que dejar al libre albedrío de las mayorías el destino de una naciente nación sería entregarla a líderes demagogos que explotarían la veta delirante de esas mayorías. A las masas depauperadas y regidas por la ignorancia sólo les restaba incidir directamente en la elección de los miembros de la Cámara de Representantes.
De lo que se trataba era de controlar y someter la voluntad popular, pues tal como lo sentenció James Madison, “la democracia es la forma más vil de gobierno”. El mismo Alexander Hamilton –entonces primer secretario del Tesoro– alertaba de la urgencia de evitar la “impudicia de la democracia”, o lo que Thomas Jefferson denominó como “despotismo electo”. Los calificativos se entienden cuando varios de esos “Padres Fundadores” eran esclavistas, terratenientes y pertenecientes a élites ilustradas.
Con las décadas, lo que permitió sobrevivir a los Estados Unidos y mantener la unión en medio de las luchas de facciones fue la materialización de las instituciones liberales, la división y equilibrio de poderes, y la abolición de la esclavitud. Entonces, el faccionalismo y la tiranía eran los fantasmas a erradicar. De ahí que los “Padres Fundadores” enfatizasen, con su peculiar noción de democracia, en la necesidad de evitar la concentración del poder en pocas manos. Si ello no se evitaba, entonces la tiranía estaba a la puerta de la nación y reproduciría los vicios de la Corona británica. Y para ello idearon un sistema político altamente descentralizado fundamentado en la tensión y el control recíproco entre los distintos poderes instituidos y en la restricción –desde instituciones sólidas– de la discrecionalidad por parte de quienes ocupan esos poderes. A través del federalismo los gobiernos de los Estados de la Unión Americana estarían facultados para imponer límites al gobierno central. Se consignó también en la Constitución Política el derecho a la resistencia, justo para hacer frente a la concentración de poder en pocas manos.
En última instancia, derechos como el de propiedad o de libertad en cualquiera de sus formas no se supeditarían al voto; lo trascienden por tratarse de derecho inalienables en la filosofía política de estos “Padres Fundadores” dotados de un espíritu aristocrático. Lo contrario a esta noción de libertad era la renuncia a ella por parte de masas amorfas sometidas por voluntad propia a poderes tiránicos a cambio de protección y seguridad. Más todavía, los “Padres Fundadores” apostaban por una sociedad libre de la persecución religiosa; aunque se oponían a que la ley y el poder fuesen expresión de la voluntad general, tal como sí se veneró en el ideario de la llamada “Revolución Francesa”. Conscientes estaban los “Padres Fundadores” de que esa abstracción de la voluntad general termina por succionar la libertad y vaciarla de sentido.
Lo que Alexis de Tocqueville observó en su viaje de 1831 y 1832 a los Estados Unidos fue una naciente nación, sin la anarquía que caracterizaba los rescoldos humeantes del pasado feudal europeo. El pragmatismo, el individualismo (entendido como el valor del individuo) y el materialismo, fusionados con la religiosidad y el sentido de comunidad, fueron los rasgos que el aristócrata francés observó en su viaje y los expresó con acierto en su obra La democracia de América.
Justo el punto relacionado con la tiranía y su sobreimposición a la democracia es lo que está fallando hoy día en el caso de los Estados Unidos. El faccionalismo de las élites plutocráticas se impone a la fidelidad respecto a la nación. Los agentes financieros de los megabancos, los mass media y las corporaciones digitales alcanzaron tanto poder que por sí mismos son capaces de tambalear esa noción de democracia de los “Padres Fundadores”. Sin equilibrios ni contrapesos estos poderes facciosos extienden su influencia más allá de su derecho a la propiedad y a las garantías individuales, escalando su depredación al conjunto del espacio público cada vez más privatizado.
Y aquí no se trata de hacer un revisionismo reduccionista del pensamiento y materialización de las ideas de esos “Padres Fundadores”, sino de comprender en su justa dimensión y en su tiempo la ideología política que le brindó forma a la naciente nación. El revisionismo tendría que hacerse, en todo caso, respecto a la manera en que degeneró ese ideal de sociedad y respecto a los intereses creados que condujeron por ese sendero.
Lo que no previeron los “Padres Fundadores” a finales del siglo XVIII fue el riesgo de que esos poderes instituidos, incluido el Ejecutivo, tendieran a privatizarse, a ser cooptados por esas facciones de las élites plutocráticas y se distanciasen del ciudadano común. Justo ese es el trasfondo de la cruenta confrontación del último lustro en esa nación, y que amenaza con conducirla a una guerra civil.
Los “Padres Fundadores” tampoco previeron los peligros por el uso del complejo militar/industrial, del cual alertó Dwight Eisenhower en su discurso de despedida pronunciado en 1961 como presidente de los Estados Unidos. Aunque en la Constitución Política consagraron el derecho a la portación y uso de armas para la defensa propia de los ciudadanos.
Lo que ocurre durante los años recientes en los Estados Unidos se relaciona con un proceso de descomposición social y política de larga gestación y duración, que tuvo como cenit de esa decadencia el último lustro. Se relaciona –tal como ya lo referimos (https://bit.ly/36ZBM1k y https://bit.ly/2JZtWwP)– directamente con las cuentas disputas entre dos facciones de las élites plutocráticas enfrentadas por el control del poder, la decadencia hegemónica de los Estados Unidos, y el rumbo del patrón de acumulación. Por un lado, la élite plutocrática nativista/nacionalista/industrialista/ultraconservadora, cuya cabeza visible es el mismo Donald Trump, y por otro la élite plutocrática ultra-liberal/financiero/militar/globalista, encarnada en las dinastías Bush, Clinton y Obama.
Un fenómeno político como el trumpismo sólo se explica por los impactos de las recurrentes crisis bancario/financieras de las últimas cuatro décadas y por la esclerosis y disfuncionalidad del sistema político de esa nación para procesar y reaccionar ante las necesidades y urgencias de la población estadounidense. De ahí que no sea un fenómeno aislado ni descontextualizado, sino la expresión de la misma decadencia hegemónica de los Estados Unidos y de la ruptura de los ideales en torno al llamado sueño americano. El caduco establishment político de Washington condujo a un bipartidismo anquilosado, distante de la ciudadanía y ajeno al sentir de ésta respecto a los grandes problemas nacionales y mundiales. Embarcada en la vorágine del belicismo y de su Destino Manifiesto (https://bit.ly/3EGtls3), esa élite política descuidó a lo largo de décadas a sus ciudadanos, desindustrializó al país y no reparó en las condiciones de pauperización social que imposibilitaban materializar dicho sueño.
Más aún, la exclusión política alcanza a millones de ciudadanos que no acceden a los procesos de toma de decisiones ni a espacios de deliberación pública, cooptados por la agenda impuesta desde los grandes fondos de inversión y los mass media. Ese establishment político, colmado de tecnocracias y burocracias, experimenta un franco colapso de legitimidad como fruto del divorcio respecto a las masas de ciudadanos segregados por las crisis económicas y el ascenso de la desigualdad. Trump, pues, es el resultado del acumulado descontento y malestar entre los sectores sociales pauperizados y excluidos.
Mientras ese enraizado malestar con la política y en la política no sea revertido, ni el aumento del gasto público deflacionario ni la construcción mediática de la defenestración de Trump (https://bit.ly/3vWGLdx) terminará con la profunda crisis de legitimidad del Estado y el capitalismo norteamericanos. Más todavía: los gérmenes de una posible guerra civil se tornan evidentes confirme se asienta la demagogia, la mentira, el tribalismo y la política del resentimiento enarbolados por las dos facciones que protagonizan las disputas plutocráticas en el contexto de la decadencia hegemónica y societal del país.
La situación de violencia política como expresión de esos extremismos podría conducir –conjuntamente con la crisis de legitimidad-–a un colapso del sistema de poder estadounidense, en lo que se perfila como una conflictividad de largo plazo que no se frenó con la llamada “Toma del Capitolio” ni con el ascenso de Joe Biden y el retorno de la agenda belicista/financiera/globalista a la Presidencia (https://bit.ly/2MRdRef).
La violencia política se conjuga con la violencia digital y la violencia armada. Amplios sectores supremacistas ataviados con una ideología nativista y anti-inmigrante despliegan sus discursos de ira y odio, y tienen como correlato incendiario el discurso institucional de Biden, proclamado el pasado 6 de enero, donde culpa al otro bando de “tender una daga en la garganta de los Estados Unidos y de la democracia estadounidense”.
Las encuestas indican que amplias porciones de la población estadounidense creen que se cometió fraude en las últimas elecciones presidenciales. Más aún, abundan ciudadanos que sostienen que la “Toma del Capitolio” no fue un acto ilegal, sino algo legítimo para evidenciar a la “tiranía”. Y ello se expresa en el contexto de esa mutua política del resentimiento atizada por los mass media y los líderes políticos de distinto signo.
Por su parte, la violencia armada se expresa en el hecho de que alrededor de entre 23 y 40 millones de armas de fuego fueron adquiridas a lo largo del 2020 por 17 millones de estadounidenses. La situación no cesó en el 2021 hasta alcanzar un estimado de 310 millones de armas en manos de particulares. La justificación que hoy en día ofrecen esos ciudadanos respecto a estas compras se relaciona con la “autodefensa o protección contra los abusos que el gobierno infrinja a los ciudadanos”. Estos grupos extremistas locales asisten a mítines, marchas y protestas mostrando sus armas y, en no pocas ocasiones, amedrentan con ellas y amenazan a políticos, particularmente del Partido Demócrata. El riesgo de promover la violencia para tomar el poder es latente, y más si ello se combina con problemas estructurales y coyunturales. De ahí las amplias posibilidades reales de guerra civil a un año de la llamada “Toma del Capitolio”.
Comprender el trasfondo de los problemas estructurales experimentados en los Estados Unidos es una urgencia que sin duda amerita remontar el maniqueismo y el discurso de odio que se difunden desde los medios de información convencionales como desde las redes sociodigitales, y clavar la mirada incisiva del análisis histórico en los hechos coyunturales. Lo que ocurra en la nación norteamericana no es un asunto aislado, sino algo que incumbe al conjunto de la humanidad, pues en ella se juega el rumbo de las relaciones de poder en la economía mundial, la política internacional y en los derroteros que adopten los cambios en el patrón de acumulación.