En el conjunto de la región, la hegemonía política estuvo en manos de fuerzas identificadas como derechas, que no tienen diferencias a la hora de representar los intereses económicos de capitalistas promotores de los modelos empresariales y neoliberales de desarrollo. A mediados de la década pasada la restauración conservadora-neoliberal logró poner fin al primer ciclo de gobiernos progresistas, que distinguieron a la región por los cambios en beneficio social que se experimentaron y el quiebre del camino aperturista que había caracterizado a las décadas finales del siglo XX. Pero esa restauración igualmente fue detenida con los triunfos electorales de los presidentes Pedro Castillo en Perú; Daniel Ortega en Nicaragua; Xiomara Castro en Honduras y, sobre todo, Gabriel Boric en Chile, lo que ha implicado el probable fin del neoliberalismo en este país, que fue considerado como el mayor ejemplo de ese modelo económico en la región desde la década de 1990. Con tales giros, se ha consolidado el segundo ciclo de gobiernos progresistas, pues a ellos hay que unir los gobiernos de Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce Catacora en Bolivia, Manuel López Obrador en México y sin duda, los de Nicolás Maduro en Venezuela y Miguel Díaz-Canel en Cuba. Al hablar de ciclo progresista se hace referencia a la gama de gobernantes latinoamericanos que forman parte de un amplio espectro de las izquierdas políticas, que no puede reducirse exclusivamente a las izquierdas marxistas, como fue usual en las consideraciones de las ciencias sociales latinoamericanas hasta fines del siglo XX. Cabe entender, adicionalmente, que entre tales gobiernos se encuentran diferencias en cuanto a la profundidad de los cambios sociales y los objetivos de largo plazo, bajo la idea común de construir Estados de bienestar.
Esta situación ha descolocado las ambiciones de los grandes grupos económicos capitalistas latinoamericanos, que confiaban en prolongar por largo tiempo el manejo del Estado bajo sus intereses. En consecuencia, las derechas políticas que los expresan cuestionan, cada vez más, las bases de la democracia representativa y, en forma creciente, no solo han arremetido contra los candidatos presidenciales progresistas en el decisivo año 2021; han intentado detener las elecciones o frenar la asistencia ciudadana a ejercer el voto; también levantaron la idea de fraude; y una vez instalados los nuevos gobiernos, como particularmente ha ocurrido en contra del presidente Castillo en Perú o también en Bolivia contra el presidente Arce, han procurado acumular fuerzas de resistencia a fin de derrocar a los gobiernos constituidos. Al mismo tiempo, con la confabulación de importantes medios de comunicación volcados al propagandismo de sus causas, se ha buscado crear la sensación de que los gobiernos progresistas representan un peligro para la democracia y las libertades, que las fuerzas que los respaldan esconden las estrategias de un “neo-comunismo” para el siglo XXI y, bajo esa creciente ideología, se apunta a consolidar una nueva época de “guerra fría”, cuyas consecuencias podrían resucitar procesos de represión selectivos, a fin de liquidar cualquier alternativa democrática al modelo neoliberal. En definitiva, ha surgido un sector de ultraderecha latinoamericana, que ha comenzado a organizarse internacionalmente, para coordinar esfuerzos que impidan todo tipo de gobiernos identificados con cualquiera de las diferentes corrientes que hoy caracterizan a las izquierdas latinoamericanas.
En esencia, por tanto, América Latina ha entrado a una época de confrontación abierta entre dos modelos de economía y sociedad: el uno, el empresarial-neoliberal, cuyas raíces históricas inmediatas se ubican en las décadas de 1980 y 1990 cuando la ideología del aperturismo económico indiscriminado, sujeta, además, al Fondo Monetario Internacional y al Consenso de Washington, marcó la vida de los países de la región, en dependencia estrecha con las geoestrategias de los EEUU para mantener su influencia y presencia hegemónica en el continente; el otro, es el modelo de economía social del bienestar, cuyas bases históricas tienen largo antecedente, pues se remontan a los triunfos del liberalismo en el siglo XIX, la Revolución Mexicana de 1910, los populismos clásicos de la región en su lucha contra los regímenes oligárquicos, los procesos nacionalistas y antimperialistas del siglo XX, la Revolución Cubana, el ascenso de luchas revolucionarias a partir de la década de 1960, el surgimiento de los gobiernos progresistas del primer ciclo, desde inicios del siglo XXI.
Durante el año 2021 se vio claramente que la esencia de esa confrontación entre modelos económicos provocó el alineamiento de las derechas económicas y políticas en sólidos bloques de poder, cuyos mayores ejemplos pueden hallarse en Brasil, Colombia y Ecuador; en tanto se ha vuelto inevitablemente necesaria la convergencia de los distintos sectores progresistas y de las otras izquierdas, para constituir opciones duraderas de poder alternativo y eficaz, con el propósito de establecer, definitivamente, estados sociales de bienestar, que bien pueden constituirse en peldaños que permitan el avance, en el largo plazo, de la construcción de sociedades postcapitalistas. Naturalmente la confrontación se ha expresado como una aguda lucha de clases entre las elites empresariales y enriquecidas, frente a las capas medias, trabajadores, organizaciones sociales y sectores populares, que buscan condiciones democráticas, justas y equitativas.
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