Por Pablo Bilsky
Frente a los datos que muestran que el nivel de injusticia social llegó a grados de “crueldad” inusitados, repiquetea el discurso justificatorio de los poderes fácticos, con falacias como la “igualdad de oportunidades”, la “teoría del derrame” y la “meritocracia”.
Un informe del sitio de la ciudad de Oxford, Reino Unido, Our World in Data (Nuestro Mundo en Datos) señala que la desigualdad actual “es cruel” y se extiende por todo el planeta: “La gran mayoría del mundo es pobre”. La mitad más pobre del mundo, casi 4 mil millones de personas, vive con menos de 6,70 dólares al día. Los datos muestran que, incluso en los países considerados “desarrollados”, la injusticia social existe. EEUU, un país de altos ingresos, es un excelente ejemplo de esto: la desigualdad es “extraordinaria”. El estudio afirma además que “gran parte de la desigualdad global es la desigualdad entre países” y en este sentido desmiente uno de los ejes del discurso neoliberal, propietarista y pro-millonarios: la meritocracia. “Lo más importante para ser sano, rico y educado no tiene que ver con lo que la persona es, sino dónde vive”, señala la investigación. El conocimiento y el hecho de trabajar mucho, importan, señalan los datos, “pero inciden mucho menos que un factor que está completamente fuera del control de cualquiera: si usted va a nacer en una economía industrializada y productiva, o no”.
“La gran desigualdad económica es sólo una dimensión de la desigualdad global”, señala el estudio firmado por Max Roser y titulado “Inequidad económica global: lo que importa más para sus condiciones de vida no tiene que ver con quién es usted, sino dónde vive” (“Global economic inequality: what matters most for your living conditions is not who you are, but where you are”).
Our World in Data, se ocupa de realizar estadísticas y análisis sobre el impacto a nivel global de la inequidad social, la pobreza, la salud, los conflictos armados y el cambio climático. Es una publicación en-línea que presenta datos y resultados empíricos que muestran cambios en las condiciones de vida en todo mundo. Se financia a través de pequeñas donaciones individuales de los lectores.
“La desigualdad de las condiciones de vida de las personas refleja la desigualdad económica del mundo”, señala la investigación, que a partir de datos y estadísticas llega a conclusiones que tienen más que ver con la vida cotidiana de las personas y la incidencia de las variables macroeconómicas en la existencia humana y la calidad de vida.
“Cuando los ingresos son más altos, las personas mayores viven más tiempo, los niños mueren con menos frecuencia, las madres mueren con menos frecuencia, los médicos pueden centrarse en menos pacientes, las personas tienen mejor acceso a agua potable y electricidad, pueden viajar más. Tienen más tiempo libre, un mejor acceso a la educación y mejores resultados de aprendizaje, y además, las personas están más satisfechas con sus vidas”, señala el texto de la investigación, publicado el 9 de diciembre de 2021 y actualizado el 17 de diciembre.
“Es difícil exagerar lo grandes que son estas diferencias. La esperanza de vida en los países más pobres es de 30 años más cortos que en los países más ricos”, agrega la página de Our World in Data.
“La realidad de la desigualdad global de hoy es cruel. Aquellos que nacen en una economía que lograron un gran crecimiento en los últimos dos siglos crecen en mejores condiciones de vida que aquellos que nacen en una economía pobre. El crecimiento económico para miles de millones de personas en la pobreza es lo que necesitamos para poner fin a esta injusticia”, señala el sitio de estadísticas globales.
Para tomar un ejemplo concreto, consideremos la mortalidad materna. En los países de altos ingresos, donde las madres pueden confiar en hospitales y el apoyo bien equipado de médicos y parteras cuando ocurren complicaciones, las muertes maternas se han vuelto raras (el riesgo de muerte ha disminuido 300 veces en las últimas generaciones). Pero en el resto del mundo todavía es muy común: cada año, 295.000 madres mueren en ese momento cuando dan vida a su hijo”, señala la investigación.
La gran mentira de la meritocracia, que la propia experiencia histórica encargó de desenmascarar hace tiempo, produjo el rechazo y la refutación de economistas de un amplio espectro ideológico.
La ideología meritocrática distingue (en forma mendaz, con intención de confundir) entre los factores que son responsabilidad del individuo y aquellos que no, para postular que las personas particularmente talentosas y trabajadoras merecen el premio de un mayor ingreso.
En su libro El precio de la desigualdad, el economista Premio Nobel estadounidense Joseph Stiglitz asegura: “El 90 por ciento de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo que hagan, mientras que el 90 por ciento de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para lograrlo”.
“Hay muchas y poderosas razones morales para preocuparse por la desigualdad. En los últimos diez años la investigación ha empezado a poner de manifiesto lo negativa que resulta la desigualdad para la sociedad. Resulta mala incluso para los de arriba, que se convierten en personas diferentes, más endiosadas, gracias a ella. Como economista, me centro en estudiar por qué la desigualdad es mala para el rendimiento económico”, señaló Stiglitz en el marco de una entrevista al medio CTXT.
“El «Trickle-down economics», o la teoría del derrame, claramente no funciona. Nadie en su sano juicio defiende ya esos postulados. La pregunta es: ¿cómo de mala es la desigualdad para la economía? Obviamente depende de su magnitud y de cómo se genera. Esto incluye la desigualdad creada por el poder monopolístico, o la desigualdad generada cuando los de abajo no tienen acceso a la educación, y por tanto la sociedad no utiliza todo el potencial de sus recursos humanos. Este tipo de desigualdades, característica de EEUU y, cada vez más, de Europa, constituyen un lastre para la economía”, agrega el Premio Nobel en Economía de 2001.
Stiglitz (demócrata que trabajó para Bill Clinton) es conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre mercado (a quienes llama “fundamentalistas del libre mercado”) y de algunas de las instituciones internacionales de crédito, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
En otro de sus libros, La gran brecha (The Great Divide), escribió que, incluso desde niño, nunca se creyó uno de los mitos más persistentes del capitalismo: EEUU como tierra de oportunidades.
“En primer lugar, EEUU nunca fue lo que nos han vendido. Me di cuenta de eso con mucha intensidad a medida que iba creciendo: nunca fue una tierra de igualdad, de oportunidades para los afroamericanos. La esclavitud acabó en la Guerra Civil, pero hoy seguimos mirando hacia otro lado ante la opresión y la falta de oportunidades, presentes todavía, como recuerda, con tanta fiereza, el movimiento Black Lives Matter. Ha sucedido algo más: nos hemos vuelto un país segregado económicamente. En otras palabras, los ricos blancos viven con ricos blancos, los pobres viven con otros pobres. Tenemos un sistema educativo «localista», financiado por impuestos locales a la propiedad, de modo que si vives en una comunidad pobre te tocan colegios pobres, lo que da lugar a lo que yo llamo la transmisión intergeneracional de las ventajas y desventajas”, comentó el autor de La gran brecha.
“Incluso al 1 por ciento más pudiente debería preocuparle la desigualdad, por su propio interés. El periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial fue el de más rápido crecimiento económico y el de crecimiento más igualitario. Existe un amplio consenso en torno a que ambos hechos estaban relacionados. Es decir, que fue el periodo de crecimiento económico más rápido precisamente porque las ganancias se compartieron”, agregó.
“La rama de la teoría económica inspirada en los mercados competitivos –que lo explica todo a través de factores de oferta y demanda– no es un buen marco de referencia. En nuestra sociedad, hay mucha explotación, de diversos tipos: racial, de género, del poder monopolístico, en forma de explotación de los trabajadores, los problemas de la gobernanza corporativa… Esto pone de relieve todos los fracasos del mercado. Una estadística que ilustra este hecho es que la productividad laboral ha seguido creciendo de forma bastante continua, pero hasta 1973 los sueldos y la productividad se movían en paralelo. Esto es lo que cabría esperar. Sin embargo, desde mediados de los años setenta la productividad sigue creciendo al mismo ritmo, pero los salarios se han estancado. ¿Por qué?”, se pregunta Stiglitz.
“El poder de los monopolios aumenta los precios y por tanto baja los sueldos reales, y el eliminar la negociación colectiva los reduce aún más, lo que asfixia a los trabajadores. Así es cómo se debilita a los sindicatos. Dirigimos la globalización para que los trabajadores compitan con los trabajadores en China. Hay un sinfín de maneras en las que las reglas de juego han cambiado en perjuicio de los trabajadores, y el rentismo es uno de esos componentes”, señala el economista estadounidense, al tiempo que alerta sobre las consecuencias de la especulación financiera: “Estos tipos son los maestros de la extracción de rentas, y han perfeccionado sus habilidades para quitar el dinero a la gente sin contribuir al progreso social. Crean riqueza arriba, pero también crean miseria abajo”.
Si mentiras como la “igualdad de oportunidades” y la “teoría del derrame” continúan siendo bases del discurso que justifica la acumulación de riquezas en pocas manos a costa de la muerte de millones de personas, es porque las corporaciones tienen un enorme desprecio por la vida y la verdad. Y están dispuestas a defender sus privilegios como sea, sin límite alguno. Además, la mentira les resulta cada vez más útil para ejercer la manipulación y lograr una suerte de epidemia de Síndrome de Estocolmo.
El economista francés especializado en desigualdad (una disciplina que crece) François Dubet destruye en su libro Repensar la justicia social otra de las bases justificatorias de la inequidad, esta vez en el formato de falsa solución: la “igualdad de oportunidades”.
Hay quienes piensan que el mejor modo de trabajar por la justicia social es procurar la igualdad de posiciones, esto es, redistribuir la riqueza y asegurar a todos un piso aceptable de condiciones de vida y de acceso a la educación, los servicios y la seguridad. Desde las posiciones neoliberales, en cambio, se declama que lo importante es garantizar la “igualdad de oportunidades”, de manera que cada uno coseche logros de acuerdo con sus méritos, en el marco de una competencia equitativa. O sea: o se apuesta a un sistema solidario, en el que es central el papel del Estado, o se apuesta al libre juego de la iniciativa privada.
Los que defienden el libre mercado aseguran que nadie podría estar en contra de “la igualdad de oportunidades”, ya que una sociedad democrática debería combinar la igualdad fundamental de todos sus miembros y las “justas inequidades” que surgen del esfuerzo y el talento personales. Pero esta teoría ya ha demostrado ser falsa.
Lejos de la falacia del “mercado autorregulado”, los responsables de la acción política, afirma Dubet, deben dar prioridad a una u otra postura. De entrada, el economista alerta contra la trampa de la “igualdad de oportunidades”, que a su entender “es hoy el discurso hegemónico”. Aun cuando responda al deseo de movilidad de las personas, “la igualdad de oportunidades” profundiza las desigualdades y puede conducir a la lucha de todos contra todos. En teoría, el hijo de un obrero tiene las mismas posibilidades de acceder a un puesto jerárquico que el hijo de un ejecutivo y, si fracasa en el intento, se atribuirá ese resultado a razones puramente individuales; en los hechos, entre las condiciones de vida de uno y otro la distancia es tan honda que se vuelve infranqueable.
La falacia neoliberal esconde el carácter individual, ahistórico, anti-político, y anti-comunitario de sus trampas discursivas. La propaganda corporativa se sostiene en una serie de excusas creadas por los que propician la acumulación de riquezas en cada vez menos manos: los desaforados y violentos defensores de la desigualdad.
En su libro Le préférence pour l´inégalité. Comprendre la crises de solidarités de Françoise Dubet (traducido al español con el título ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario) el autor destaca valores como la solidaridad y la fraternidad entre las personas, para oponerlos a la ruptura de lazos sociales y a la competencia que caracterizan la sociedad neoliberal.
“Nuestras sociedades «eligen» la desigualdad. Algunos defienden la idea de que la desigualdad sería fundamentalmente buena para el crecimiento. Para otros, la igualdad sigue siendo un principio abstracto, no un valor que merece una lucha por ella. En la década de 1980, los EEUU de Ronald Reagan e Inglaterra de Margaret Thatcher han completado revoluciones claramente a favor de la desigualdad, presentadas como tales, no sin apoyo popular en ambos países. Hoy en día, los militantes del (grupo de ultraderecha de EEUU) Tea Party rechazan el seguro de salud universal, y nada tienen que ver con Wall Street. Al querer eliminar las protecciones y las ayudas sociales a los franceses, los votantes del Frente Nacional no son más la voz de las finanzas internacionales”.
Para Dubet, la acentuación de las desigualdades procede de una crisis de solidaridad, entendida como el apego a los vínculos sociales que nos hacen desear la igualdad de todos, incluyendo y especialmente la igualdad de aquellos que no sabemos.
“La lucha contra la desigualdad implica un enlace de fraternidad preliminar, es decir un sentimiento de vivir en el mismo mundo social”, señala el economista, al tiempo que considera que lo que se requiere es que “todos puedan ponerse en el lugar de los demás, especialmente de los menos favorecidos”.