La cumbre virtual “por la democracia”, organizada desde Washington, es un gigantesco quid pro quo.
Numerosos comentaristas observan que el encuentro montado por la administración Biden no busca promover un régimen político sino dar una apariencia ideológica a la alianza militar detrás de Estados Unidos, síntoma anunciador de nuevas guerras. Thierry Meyssan nos muestra como, lejos de ser hipócrita, Washington está siendo muy claro sobre su objetivo. Son sus socios quienes fingen no ver que los términos que Washington no tienen el mismo sentido para los estadounidenses que para los europeos.
El presidente estadounidense Joe Biden organizó una cumbre virtual por la democracia, realizada el 9 y el 10 de diciembre de 2021 [1]. Pero cualquier observador atento habrá podido comprobar que su objetivo no era mejorar las democracias sino sobre todo dividir el mundo en dos bandos, poniendo de un lado las «democracias» y del otro los «regímenes autoritarios» que habría que combatir.
Los principales acusados y blancos fundamentales de esa lucha, Rusia y China, denunciaron de inmediato la hipocresía de Washington y expusieron públicamente su propia filosofía de la democracia [2].
Hoy quisiéramos, en vez de resumir aquí las críticas de Rusia y China, analizar desde el punto de vista occidental la credibilidad de la pretensión de Estados Unidos de erigirse en «faro de la democracia» o de ser, en términos bíblicos, «la luz que brilla en la colina».
Lo cierto es que la concepción rusa de la democracia es exactamente la misma que la de los demas países de Europa continental. La de China es ciertamente muy diferente y no la abordaremos en este artículo.
Nuestra intención es mostrar que, a pesar de toda la propaganda de la OTAN, no hay «valores comunes» entre Estados Unidos y la Europa continental. Se trata de dos culturas fundamentalmente diferentes, aunque sí puede decirse que las élites de la Unión Europea ya no son culturalmente europeas porque están ampliamente “americanizadas”.
OBSERVACIONES SOBRE
EL FORMATO DE LA “CUMBRE”
En primer lugar, si el objetivo del encuentro hubiese sido «mejorar las democracias actuales» no habría estado presidido desde la Casa Blanca sino desde la sede de la ONU… y todos los países habrían podido participar, incluso los que no son considerados democracias, con la esperanza de que se interesaran en serlo.
En segundo lugar, si Estados Unidos fuese realmente el «faro de la democracia» no presidiría ese encuentro como un maestro de escuela que otorga calificaciones buenas o malas a sus alumnos sino que participaría en una posición de estricta igualdad con los demás.
Pero sucedió todo lo contrario, el formato mismo del encuentro fue la expresión clara del «excepcionalismo estadounidense» [3], o sea de la creencia religiosa según la cual Estados Unidos es una potencia «que no se parece a ninguna otra», «bendecida por Dios para iluminar el mundo».
COLOSALES MUESTRAS DE CONFUSIÓN
Desde el inicio mismo de la cumbre, el presidente Biden tuvo que reconocer que ningún país es verdaderamente democrático y que la democracia es un valor que aún estamos buscando. Afirmó que, en la práctica, todos podían ver que hay retrocesos –como los hechos registrados el 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Washington– probablemente imputables a la llegada de una nueva generación. Agregó que eso demostraba que es necesario trabajar para recuperar el terreno perdido en esos «retrocesos democráticos». Pero ese lindo discurso permite ante todo dar la impresión de que existe un consenso y evadir así la necesaria clarificación del debate.
Todos están de acuerdo en reconocer que el presidente estadounidense Abraham Lincoln ofreció una excelente definición de la democracia: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Sin embargo, Lincoln nunca quiso reconocer la «soberanía popular». Ese ideal nunca motivó algún intento de aplicación en Estados Unidos. La acción política de Lincoln consistió primero en promover la prerrogativa de fijar los derechos de aduana como privilegio exclusivo del presidente de Estados Unidos –lo cual fue la verdadera causa de la Guerra de Secesión– y, posteriormente, en abolir la esclavitud –medida que le sirvió para ganar aquella guerra. Es por eso que en la cultura estadounidense hoy se entiende la palabra «democracia» sólo en el sentido de la «igualdad política». Idénticamente, en Estados Unidos la expresión «derechos cívicos» no designa los «derechos de los ciudadanos» sino la ausencia de discriminación racial en el acceso a esos derechos. Por extensión, esa expresión se aplica hoy a las discriminaciones hacia todas las minorías.
Es larga la historia de esta confusión en los términos. El periodista Thomas Paine, cuyo panfleto El sentido común (1776) suscitó la guerra de independencia estadounidense, se entusiasmó por la Revolución Francesa y escribió un violento panfleto para explicar la diferencia entre las concepciones irreconciliables de Estados Unidos, del Reino Unido y de Francia en materia de Derechos Humanos (1792). Aquel texto de Thomas Paine se convirtió en el más leído en Francia durante la Revolución –incluso le valió ser proclamado ciudadano francés honorario y ser electo miembro de la Convención.
El hecho es que los anglosajones entienden la expresión «derechos humanos» como el derecho de la gente a no sufrir la Razón de Estado y, por extensión, como el derecho de cada individuo a no estar expuesto a ninguna forma de violencia proveniente del Estado. Francia, por el contrario, adoptó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, un programa que hace de cada ciudadano un actor de la vida política nacional y que, por consiguiente, lo protege de los abusos del poder.
El hecho es que cuando se habla de «democracia», no estamos todos hablando de lo mismo. Y lo mismo sucede cuando pasamos al tema de los «derechos humanos».
Estados Unidos, justo es reconocerlo, dispone de una definición superior de la libertad de expresión. Para los estadounidenses esa libertad tiene que ser total, para que todas las ideas puedan ser expresadas y que el debate permita escoger la mejor. Por su parte, los países de cultura latina no reconocen esa libertad a las ideas de los vencidos y criminalizan la expresión del racialismo nazi. Así que, desde 1990, esos países prohíben la expresión de todas las ideas nazis que dieron lugar a condenas en el juicio de Nuremberg. En una deriva extremista prohíben cosas tan diferentes como la liquidación masiva de enemigos en cámaras de gases –lo que hacían los Einsatzgruppen de las SS– y el simple hecho de poner en duda que ese procedimiento se haya aplicado en algunos campos de concentración.
La libertad religiosa es otro tema de desacuerdo. Estados Unidos la ve como algo absoluto y no reconoce el derecho a rechazar alguna religión. Los europeos, al contrario, defienden la libertad de conciencia, lo cual abarca cualquier forma de espiritualidad, incluyendo el ateísmo. Esta diferencia tiene implicaciones enormes ya que algunos países no europeos conceden derechos individuales sólo a través del hecho de ser miembro de una comunidad confesional. Estados Unidos –país fundado por una secta puritana– se ha convertido así en el paraíso de las sectas. De hecho, en Estados Unidos es imposible que un adepto pueda hacer algo en contra de su secta o iglesia si esta abusa de él o lo manipula de alguna manera mientras que en Europa existe la posibilidad legal de luchar contra los abusos de autoridad cometidos en un contexto religioso.
Es importante percibir que la diferencia de concepción en materia de derechos humanos tiene una importantísima consecuencia. En Estados Unidos, debido a la experiencia de la dictadura británica del rey Jorge III y a la Constitución estadounidense –que de hecho establece una monarquía sin rey ni nobleza– se considera que el Pueblo tiene que mantenerse armado para defenderse por sí mismo de los posibles abusos del Poder. Es por eso que los estadounidenses ven la compra y la posesión individual de armas de guerra como un derecho, mientras que en Europa continental la venta y posesión de armas de fuego están estrictamente reglamentadas.
OBSERVACIÓN SOBRE
EL FONDO DE LA CUESTIÓN
Entremos ahora en la parte central del tema. Aun reconociendo su propia imperfección, Estados Unidos pretende ser el «faro de la democracia». Pero, ¿es Estados Unidos realmente una democracia?
Si interpretamos esa palabra en el sentido estadounidense de «igualdad política», es evidente que no. En Estados Unidos existen enormes desigualdades políticas, principalmente entre blancos y negros, desigualdades que la prensa refleja constantemente. El presidente Biden tendría por consiguiente un enorme trabajo por delante. Pero ya hemos explicado antes que su enfoque sobre esta cuestión, lejos de resolverla, en realidad la agrava [4].
Y si tomamos la «democracia» en el sentido que tiene en todas partes –menos en Estados Unidos–, o sea entendiéndola como «soberanía popular», habrá que reconocer que la Constitución de los Estados Unidos de América no es democrática y que Estados Unidos no ha sido nunca una democracia. La Constitución de Estados Unidos reconoce únicamente la soberanía de los gobernadores de cada Estado. Las elecciones mediante el sufragio universal pueden existir al nivel de cada Estado pero a escala federal sólo son facultativas. Basta recordar la elección del presidente George W. Bush, en 2000: la Corte Suprema de Estados Unidos se negó a volver a contar los votos en La Florida argumentando que no le interesaba verificar la voluntad de los electores porque el gobernador de aquel Estado –hermano del supuesto ganador– ya había emitido su veredicto.
También tenemos que recordar que en Estados Unidos los partidos políticos no son asociaciones de ciudadanos –como en Rusia– sino instituciones de cada Estado, como el partido único en la desaparecida Unión Soviética. Por ejemplo, en Estados Unidos las elecciones primarias para seleccionar el candidato de un partido no son organizadas por los partidos mismos sino por los Estados, que además financian los partidos.
Y si Estados Unidos no es actualmente una «democracia», en el sentido más ampliamente reconocido, sino una oligarquía que lucha únicamente por los «derechos cívicos», no es extraño que fuera de sus fronteras ese país luche contra la «soberanía popular» fomentando putsch militares y a golpe de «revoluciones de colores» y de intervenciones armadas, comportamiento que demuestra que los “valores” de Estados Unidos son diametralmente opuestos a los valores europeos de los Estados de Europa continental, incluyendo a Rusia.
El pensamiento estadounidense tiene, sin embargo, una consecuencia positiva. Luchar por los derechos cívicos implica combatir ciertas formas de corrupción. Washington considera normal pagarle en secreto salarios a políticos extranjeros y financiar sus campañas electorales. El Departamento de Estado elabora –sin remordimiento alguno– listas de personalidades a respaldar financieramente y no entiende que en sus países esos personajes sean vistos como corruptos.
Pero al mismo tiempo, Estados Unidos pretende combatir la cleptocracia –o sea, el robo de bienes públicos por parte de dirigentes extranjeros, sin hablar, claro está, de los líderes estadounidenses cuyos delitos tendríamos que ignorar debido al «excepcionalismo americano». Con esa actitud, los dirigentes estadounidenses ayudan a veces –sin proponérselo– a la «democracia», en el sentido europeo del término.