Por Patrick Cockburn para Counterpunch y traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Más que ningún otro gobierno en la historia de Gran Bretaña, este es un gobierno que piensa en términos de eslóganes y titulares, y la última prueba de ello es la insensatez de sus propuestas para impedir que personas desesperadas atraviesen el Canal en botes abarrotados y la imposibilidad de llevarlas a la práctica.
El primer ministro Boris Johnson y la secretaria de Estado de Interior Priti Patel deben sus carreras políticas a explotar la xenofobia, de modo que era de esperar que fracasaran al hacer frente a un problema complejo como es el de las personas migrantes que cruzan el Canal, un problema que requiere la cooperación internacional.
Hasta para los pésimos parámetros de los últimos años sería cómica la forma que tienen Johnson y Patel de huir de la realidad, si el resultado no fuera tan trágico. Las propuestas hechas por Johnson en una carta abierta al presidente francés Macron incluyen fantasías como que empresas de seguridad británicas patrullen junto con gendarmes franceses las 125 millas de las playas francesas. ¿Qué país del mundo permitiría semejante merma de su soberanía? Esta idea está a la altura de la muy criticada sugerencia de Patel de embestir suavemente a las frágiles embarcaciones atestadas de gente, que se desinflan al toque de un alfiler, con el fin hacerlas volver a Francia.
Aquellos gobiernos que carecen de una política práctica con frecuencia echan mano a “declarar la guerra” a algún malvado ente (en este caso, traficantes de personas) al que se puede culpar de todo. Un buen ejemplo de ello es la “guerra contra las drogas” declarada por el presidente Nixon hace medio siglo, que tuvo unas tristemente célebres consecuencias vanas y autodestructivas.
La última fórmula mágica es destruir el “modelo de negocio” de los traficantes de personas, a quienes al mismo tiempo se califica de panda de gánsteres asesinos, pero a los que en cierto modo se puede presionar tan fácilmente como si fueran propietarios de pizzerías con amenazas incumplibles de castigos terribles.
Como ocurre en el caso de la heroína y la cocaína, esa política no va a funcionar porque la demanda de lo que proporcionan los criminales (en un caso drogas, en otro instalarse ilegalmente en otro país) es demasiado alta y la recompensa para quienes lo suministran demasiado grande.
Puede que una concepción grandilocuente de la ley y el orden impresione a la opinión pública, pero de un modo u otro la oferta siempre estará ahí. Hay muchas cosas que afectan al precio de las drogas duras en Gran Bretaña, pero no es una de ellas la muy publicitada acción policial.
A pesar de la exhaustiva cobertura que hacen los medios de comunicación de las personas que atraviesan el Canal en botes, todavía se desconoce qué les hace vender sus últimas posesiones, pagar una enorme cantidad de dinero a unos gánsteres y abandonar sus hogares. A todas luces un motivo fundamental es que no ven futuro en sus propios países, pero las razones por las que es tan alta la demanda de los servicios de traficantes de personas son mucho más complicadas.
La identidad de las 27 personas que se ahogaron al naufragar su pequeña embarcación el miércoles nos da una idea de qué ha fallado. Según otros emigrantes, muchas procedían de la ciudad de Ranya, en la región del Kurdistán al norte de Irak. Entre las otras víctimas que han sido identificadas había un hombre y una mujer kurdos, ambos de Siria, dos hombres yemeníes, uno kurdo de Irán y dos hombres iraquíes, aunque no se sabe si eran kurdos o árabes.
Predominan las personas kurdas iraquíes, sirias e iraníes porque la población kurda ha sido la principal perdedora en las guerras de la franja norte de Oriente Próximo. Se aclamó a la población kurda por haber sido una aliada valiente contra el ISIS hasta que este fue derrotado definitivamente en 2019 y esta población fue abandonada a merced de sus muchos enemigos.
Un informe de la ONU calculaba esta semana que para finales de 2021 habrán muerto 377.000 personas yemeníes en la olvidada guerra de Yemen, organizada por Arabia Saudí y respaldada por Occidente, unas 150.000 en los combates y el resto por el hambre que provoca este conflicto.
Muchas de las personas que integran la actual oleada de migrantes que llegan al Canal de la Mancha proceden de cuatro países (Afganistán, Irán, Irak y Siria) que han sido testigo de feroces conflictos militares y todavía sufren sus consecuencias. Es correcto afirmar que Occidente desempeñó un papel fundamental a la hora de llevar la guerra a estos países y no puede eludir la responsabilidad que tiene de los desastres que son consecuencia de ella. Pero la denuncia de la intervención exterior ignora el hecho de que la naturaleza de la guerra en Oriente Próximo ha cambiado en los últimos 30 años y eso ha provocado un tipo diferente de huida en masa. Por consiguiente, se suele discutir sobre unas premisas falsas el debate en Gran Bretaña acerca de si las personas que solicitan asilo son o no auténticos refugiados que huyen de la violencia y la persecución o bien son emigrantes económicos que buscan un mejor nivel de vida.
Puede que esa actitud tuviera cierta validez hace 30 años, pero hoy no, porque se han entremezclado la guerra militar y la económica. Lo vi por primera vez en la década de 1990, cuando Estados Unidos y sus aliados llevaron a la ONU a imponer a Irak unas duras sanciones, equivalentes a un bloqueo económico, después de que Saddam Hussein invadiera Kuwait. El embargo duró 13 años, no contribuyó nada a quitar a Husséin del poder, pero devastó completamente la economía y la sociedad iraquíes, que hasta el día de hoy nunca se han recuperado del todo.
La situación afectó a los kurdos del norte tanto como al resto de la probación del país, a pesar de que eran enemigos acérrimos de Husséin. En la década de1990 visité un pueblo no muy lejos de Ranya (que, según se informó, es de donde eran originarias muchas de las personas que murieron en el Canal esta semana), cuyos habitantes solo podían ganar dinero desactivando unas minas saltarinas especialmente peligrosas, llamadas Valmara, que infestan la zona y vendiendo los explosivos que había en su interior por una miseria. Muchos habían perdido las manos o los pies en los campos de minas.
Irán ha sido durante mucho tiempo el blanco de la guerra económica, que desencadenó Donald Trump durante su presidencia cuando rescindió el acuerdo nuclear con Irán que había firmado Barack Obama. Las sanciones no lograron en absoluto obligar a los dirigentes iraníes a negociar, pero empobrecieron a la población iraní corriente y en particular a la población kurda iraní.
Siria ha estado sometida a sanciones desde que se produjo el primer levantamiento contra Bashar al-Assad hace 10 años, aunque el año pasado Trump las endureció para romper todas las relaciones comerciales con este país. Lo hizo amparándose en la llamada Caesar Civilian Protection Act [Ley César de Protección de Civiles] que no hizo nada para proteger a la población civil, pero provocó el colapso de la moneda siria y generó desnutrición, no solo en las zonas controladas por el gobierno, sino en la controlada por la oposición en torno a Idlib, en los enclaves controlados por los turcos y en la región kurda al noreste de Siria.
La guerra militar y la económica van ahora unidas, de modo que ya no tienen sentido diferenciar entre personas migrantes por motivos económicos y refugiadas políticas que huyen de las acciones militares. Ambas son personas refugiadas a las que diferentes tipos de guerra han expulsado de sus hogares. Con todo, en Occidente hay poca conciencia de que si se destroza la economía de un país, muchas de las personas que habitan en él pueden acabar a tu puerta o pueden morir tratando de llegar a ella.
A Washington le funciona particularmente bien la guerra económica en Oriente Próximo porque los millones de personas que desplaza se dirigen a Europa y no a Estados Unidos. No parece que los europeos lo hayan asumido.
¿Qué se puede hacer para detener o revertir este éxodo? Hay que reconocer la trascendencia de la relación entre sanciones económicas y migración forzada. Hay que considerar el embargo una de las armas de guerra más crueles, un arma que ataca a la población civil y la convierte en refugiada.
Patrick Cockburn es autor de War in the Age of Trump, Verso.
Por Patrick Cockburn para Counterpunch y traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos