Red Voltaire reproduce para sus lectores un texto redactado originalmente a pedido de la Fundación para Combatir la Injusticia, de Evgueni Prigoyin.
El autor hace un recuento de la protección que el presidente francés Jacques Chirac le concedió y de los intentos de asesinato dirigidos posteriormente contra él y contra su equipo de trabajo. Nuestros lectores pudieron seguir muy de cerca esos hechos, pero es la primera vez que Thierry Meyssan se expresa públicamente sobre la persecución de la cual ha sido objeto. Su intención no es iniciar un ajuste de cuentas –las personalidades implicadas en esa persecución seguramente creían estar sirviendo al país. Pero los franceses deben conocer los crímenes que se cometen en su nombre.
Occidente ha utilizado todos los medios a su disposición, para tratar de silenciar a aquellos de sus ciudadanos que han revelado su verdadera política, desde los hechos del 11 de septiembre de 2001, y que se han levantado contra ella.
En 2002 publiqué mi libro L’Effroyable imposture [1], un trabajo de ciencias políticas donde cuestionaba la versión oficial de los atentados cometidos el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, Washington y Pensilvania y auguraba lo que sería la nueva política de Estados Unidos: una generalización de la vigilancia sobre sus propios ciudadanos y la dominación sobre el Gran Medio Oriente o Medio Oriente ampliado. Después de la publicación de un artículo del New York Times, que mencionaba con sorpresa el impacto que mi libro había tenido en Francia, el Departamento de Defensa de Estados Unidos asignó al Mosad israelí la misión de eliminarme.
El entonces presidente de Francia Jacques Chirac, quien había solicitado a sus propios servicios de inteligencia verificar el contenido de mi libro en cuanto a los atentados del 11 de septiembre, decidió entonces protegerme. En una conversación telefónica, el presidente Chirac hizo saber al primer ministro israelí Ariel Sharon que cualquier acción contra mí –no sólo en Francia sino en cualquier país de la Unión Europea– sería interpretado como un acto hostil contra Francia. El presidente Chirac también asignó a uno de sus colaboradores la tarea de velar por mí y de informar a todos los países no europeos que me invitaran que al hacerlo se hacían directamente responsables de garantizar mi seguridad. Efectivamente, en cada país donde fui invitado siempre se me asignó una escolta armada.
En 2007, cuando el presidente Jacques Chirac terminó su mandato y fue reemplazado por Nicolas Sarkozy, este nuevo presidente aceptó la solicitud de Washington de ordenar a la Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE) que se encargara de eliminarme. Sabiendo lo que se preparaba, hice las maletas y me fui de Francia. En 2 días llegué a Damasco, la capital siria, donde recibí protección del Estado.
Meses después decidí instalarme en Beirut ya que Al-Manar me proponía hacer un programa semanal en francés. Aquel proyecto nunca llegó a concretarse porque Al-Manar renunció a realizar transmisiones en francés, aunque ese idioma es una de las lenguas oficiales en Líbano. Fue entonces cuando la ministro francesa de Justicia, la señora Michele Alliot-Marie, solicitó a Líbano que me interrogara porque un periodista, autor de un libro contra mí, me acusaba de difamación. Era la primera vez en 30 años que la justicia francesa dirigía un pedido así a Líbano. La policía libanesa me hizo llegar una citación pero yo sabía que el pedido francés carecía de base legal en derecho francés. El Hezbollah me protegió y desaparecí voluntariamente. Meses después, el primer ministro libanés, Fouad Siniora trató de desarmar a la resistencia libanesa, pero el Hezbollah logró invertir la correlación de fuerzas. Me presenté entonces ante un juez libanés, en medio de los aplausos de la policía que sólo 3 días antes todavía estaba buscándome. Aquel juez libanés me dijo que en su carta oficial, la ministro francesa Michèle Alliot-Marie había agregado de su puño y letra una nota para que me arrestaran y me mantuviesen tras las rejas el mayor tiempo posible mientras que el caso siguiera su curso en Francia. La ministro de Justicia de Francia aplicaba así el procedimiento de las llamadas «lettres de cachet» de los reyes franceses, que simplemente metían en la cárcel a cualquier personaje incómodo, sin someterlo a juicio ni ocuparse siquiera de justificar el encarcelamiento. El magistrado libanés me leyó el pedido oficial de Francia y me invitó a responder yo mismo por escrito. En mi respuesta subrayé que, a la luz del derecho francés y también del derecho libanés, el artículo que se invocaba para acusarme ya había prescrito desde hacía tiempo, además de que no me parecía que su contenido pudiese ser considerado difamatorio. La Corte de Casación de Beirut conservó una copia de la carta de la ministro francesa y de mi respuesta.
Algunos meses más tarde, asistí como invitado a una cena en casa de una alta personalidad libanesa. También estaba presente un colaborador del presidente Sarkozy y tuvimos una dura discusión sobre nuestras concepciones opuestas del laicismo. Aquel señor aseguró a los demás presentes que él no rechazaba el debate… pero abandonó la cena y tomó de inmediato un avión de regreso a París. Al día siguiente, recibí una citación según la cual un juez me recibiría para discutir una cuestión administrativa. Cuando me hallaba en camino hacia el lugar donde supuestamente debía ver al juez, recibí una llamada telefónica del príncipe Talal Arslane avisándome que, según el Hezbollah, aquello era una trampa y que no debía presentarme en aquel lugar. Finalmente resultó que aquel día ningún funcionario libanés estaba trabajando –era feriado por tratarse de la celebración del nacimiento del Profeta Mahoma– pero una unidad de la DGSE francesa estaba esperándome para secuestrarme y entregarme a la CIA. La operación había sido organizada por el mismo consejero de la presidencia francesa con quien yo había cenado el día anterior.
Después de aquello, he sido objeto de varios intentos de asesinato pero siempre ha sido difícil determinar quién o quiénes han dado la orden de eliminarme.
Por ejemplo, en Venezuela, en medio de una conferencia en el ministerio de Cultura, la escolta del presidente Hugo Chávez vino inesperadamente a sacarme del estrado mientras yo hablaba. Un oficial me empujó detrás del escenario, llevándome a los camerinos. Sólo tuve tiempo de ver como varios hombres sacaban armas en la sala. Dos bandos se vieron frente a frente. Un disparo habría iniciado allí un sangriento enfrentamiento a tiros. En otra ocasión, también en Caracas, fui invitado con mi compañero a una cena. Él no tenía mucho apetito y, cuando trajeron nuestros platos, en el mío había menos comida que en el suyo, así que hicimos un discreto intercambio. Ya de regreso en nuestro hotel, mi compañero comenzó a sufrir temblores, cayó al suelo y perdió el conocimiento. Cuando llegaron los médicos, rápidamente determinaron que se trataba de un envenenamiento y lograron salvarle la vida. Dos días después, una decena de oficiales del SEBIN (Servicio Bolivariano de Inteligencia) nos visitaron para presentarnos sus excusas y comunicarnos que habían logrado identificar al agente extranjero que había organización el envenenamiento. Mi compañero, en silla de ruedas después del incidente, demoró 6 meses en recuperarse.
Posteriormente, a partir de 2010, los intentos de asesinarme siempre implicaron la participación de terroristas. En Líbano, un discípulo del terrorista Ahmed al-Assir tendió una emboscada a mi compañero y estuvo a punto de matarlo. Lo salvó la intervención de un militante armado del PSNS. El agresor fue arrestado por el Hezbollah, que lo entregó al ejército libanés, y fue posteriormente juzgado y condenado.
En 2011, la hija del líder libio Muammar el Kadhafi, Aicha, me invitó a Libia, después de haberme visto criticar duramente a su padre en televisión. Aicha Kadhafi puso el mayor empeño en que yo visitara su país para sacarme del error. Viajé a Libia y llegué ser parte del gobierno libio, que me solicitó preparar su participación en la Asamblea General de la ONU. Cuando la OTAN atacó la Yamahiriya Árabe Libia, yo estaba viviendo en el hotel Rixos, donde se hospedaba toda la prensa extranjera. La OTAN sacó de Libia a los periodistas que colaboraban con las fuerzas atlantistas, pero no pudo tener acceso a los que se hallaban en el hotel, defendido personalmente por Khamis, el hijo más joven de Muammar el-Kadhafi. Khamis tenía su puesto de mando en el sótano del hotel, cuyos ascensores habían sido previamente condenados. Los terroristas libios que posteriormente conformaron el “Ejército Sirio Libre”, bajo las órdenes de Mahdi al-Harati y controlados directamente por militares franceses, asediaron el hotel durante días, baleando a quien se aproximara a las ventanas.
Finalmente, la Cruz Roja Internacional vino a sacarnos del hotel Rixos, con la capital libia ya en manos de los mercenarios de la OTAN, y nos trasladó a otro hotel, donde ya se conformaba el nuevo gobierno. En cuanto llegamos a aquel hotel, dos Guardianes de la Revolución iraníes se presentaron a mí, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad y el vicepresidente Hamid Baghaie los habían enviado para protegerme. Los dirigentes iraníes habían obtenido un documento que contenía las decisiones adoptadas en una reunión secreta de la OTAN en Nápoles (Italia) y en una de esas decisiones se precisaba que sería conveniente matarme durante la toma de Trípoli. Aquel documento mostraba que el ministro francés de Exteriores, Alain Juppé, amigo de mi padre, había participado en la reunión. Sin embargo, la oficina de Juppé aseguró posteriormente que aquella reunión nunca existió y que aquel día el ministro estaba de vacaciones.
Creyendo el problema resuelto, los Guardianes de la Revolución regresaron a su país. Pero en la capital libia circulaban pasquines con retratos de 12 personas “buscadas”: 11 libios y yo. Un grupo de “rebeldes” llegó a registrar el hotel buscándome. Primero me salvó una periodista de la televisora Russia Today, que me escondió en su habitación y se negó a permitir que los “rebeldes” penetraran en ella. Otros colegas también me escondieron después, incluyendo una periodista de la televisión francesa TF1. Al cabo de toda una serie de peripecias, durante las cuales escapé a la muerte unas 40 veces, logré salir de Libia, como un boat people, junto a unas 40 personas, en un pequeño barco de pesca que nos llevó a Malta… en medio de los navíos de guerra de la OTAN. Cuando llegamos a La Valeta, la capital maltesa, el primer ministro de Malta nos esperaba en el puerto, junto a los embajadores de los países de las personas que llegaban de Libia en aquel barquichuelo, todos… menos el embajador de Francia.
Cuando se inició en Siria la llamada «primavera árabe» –o sea, la operación secreta planeada por los británicos para poner a la Hermandad Musulmana en el poder, como ya lo habían hecho 100 años antes con los wahabitas en Arabia Saudita–, regresé a Damasco para ayudar a quienes me habían acogido cuando me vi obligado a salir de Francia. Y en Damasco también estuve varias veces en peligro de muerte, pero allí había una guerra. No obstante, al menos una vez fui blanco de un ataque directo de los terroristas. Una de las veces que los “rebeldes” respaldados por el presidente francés Francois Hollando trataron de tomar Damasco por asalto, mi domicilio fue atacado directamente. El Ejército Árabe Sirio instaló un mortero en la azotea de mi apartamento y los atacantes fueron rechazados. Eran al menos un centenar de terroristas contra 5 soldados sirios pero tuvieron que retirarse después de 3 días de combate. Entre aquellos “rebeldes” no había sirios sino pakistaníes y somalíes sin entrenamiento militar.
Volví a Francia en 2020 para reunirme con mi familia. Varios amigos me habían asegurado que, al contrario de sus dos predecesores –Nicolas Sarkozy y Francois Hollande–, el presidente Emmanuel Macron no practica el asesinato político. Pero eso no significa que estoy enteramente libre. La aduana francesa recibió una denuncia que aseguraba que el contenedor donde venían mis pertenencias y las de mi compañero en realidad estaba lleno de explosivos y armas. La aduana interceptó nuestro contenedor y envió 40 funcionarios para registrarlo. Todo fue una operación montada por un servicio de inteligencia extranjero: la aduana francesa permitió que una empresa privada se ocupara de volver a poner en el contenedor las pertenencias ya revisadas. Aquello demoró 2 días, durante los cuales nuestro contenedor fue saqueado. Los documentos que traíamos desaparecieron en el proceso.
Pero mi caso no es único. Cuando Julian Assange reveló la existencia del sistema Vault 7, que permite a la CIA hackear cualquier ordenador o teléfono celular, también se convirtió en blanco de los ataques de Estados Unidos. Con el consentimiento del Reino Unido, el director de la CIA, Mike Pompeo, montó varias operaciones para secuestrar a Assange o asesinarlo. Cuando Edward Snowden publicó el importante volumen de información que había acumulado sobre las violaciones de la privacidad cometidas cotidianamente por la National Security Agency (NSA) estadounidense, todos los países miembros de la OTAN se concertaron contra él. Francia incluso cerró su espacio aéreo al avión del presidente boliviano Evo Morales porque Estados Unidos “suponía” que Snowden podía hallarse a bordo. Hoy, Snowden vive como refugiado en Rusia.
La Libertad ya no está en Occidente.