Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda para HistoriayPresente.
Los monarcas absolutos de Europa, durante la época del despotismo ilustrado (segunda mitad del siglo XVIII) y con el propósito de preservar el Antiguo Régimen, decidieron impulsar políticas para el progreso material de la nación, pero acompañadas con beneficios sociales. Servían al pueblo, pero no permitieron ningún acceso al poder. La frase que les identificó fue: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Los triunfos de las revoluciones burguesas europeas y la instauración del capitalismo, no trajeron nuevos beneficios sociales, porque durante largas décadas los trabajadores tuvieron pésimos salarios, jornadas extenuantes y carecían de derechos laborales. Sin embargo, las constantes y crecientes luchas obreras durante el siglo XIX, obligaron a cambios y los Estados comenzaron a intervenir para garantizar derechos mínimos a los trabajadores. Solo así progresaron los salarios, fueron disminuidas las jornadas, mejoraron las condiciones de vida. Entre las diversas naciones destacó Alemania, bajo Otto von Bismarck, el “Canciller de Hierro” (1871-1890), quien, al mismo tiempo que combatió al socialismo y al movimiento obrero, buscó el apoyo de los trabajadores al Reich implantando, por primera vez en el mundo, el sistema de seguro de enfermedad (1883), de accidentes (1884) y de jubilaciones y pensiones (1889), financiado con aportes de patronos, obreros y Estado. Paradójicamente fue acusado de “socialista”.
Sin duda, la Revolución Rusa (1917) y la instauración del primer Estado socialista de la historia contemporánea, lograron un progreso humano sin precedentes en el gigante país. El temor a una revolución similar fue cortado por los totalitarismos en Italia y Alemania. En EEUU la crisis de los años 30 fue solucionada por Franklin D. Roosevelt a través del New Deal que implantó un Estado social, con amplios beneficios para los trabajadores, que incluyó la seguridad social. Pero fue la experiencia de la II Guerra Mundial la que determinó el paso de los países europeos a la construcción de los Estados de Bienestar que caracterizaron su progreso económico y el mejoramiento de la vida para las poblaciones. En esencia se trató de un consenso entre clases sociales para edificar la economía social de mercado, basada, principalmente, en fuertes capacidades reguladoras del Estado, impuestos redistributivos de la riqueza, servicios universales públicos y gratuitos en educación, medicina y seguridad social, importantes derechos laborales, garantías a las empresas privadas, protección al desarrollo industrial. Se fomentó así una conciencia colectiva para mantener y avanzar los esenciales beneficios de interés común, es decir, aprovechados tanto por patronos como por trabajadores. Los países europeos del norte incluso desarrollaron economías identificadas como “socialismo nórdico”. Las desregulaciones a partir de la década de 1980 y particularmente las que llegaron tras el derrumbe del socialismo de tipo soviético, alteraron muchos de los pasados logros y por eso se habló del agotamiento o fin de los Estados de Bienestar.
Pero en América Latina los procesos siguieron otros caminos. La época colonial no trajo beneficios sociales, a pesar de las monarquías absolutas. La construcción de las repúblicas se basó en economías primario-exportadoras y Estados oligárquicos. Hubo escasos y aislados cambios para afectar esas formas de dominación largamente mantenidas por las oligarquías. Recién a partir de la Constitución Mexicana de 1917 los Estados comenzaron a regular el trabajo asalariado y a imponer derechos laborales y colectivos, a distintos ritmos, en los diversos países. Con el avance del siglo XX los primeros gobernantes en atender la “cuestión social” son los populistas clásicos. Pero tras la II Guerra Mundial y la expansión de la guerra fría, en América Latina las elites económicas juzgaron como “comunistas” todo tipo de reclamos o adelantos sociales, que en Europa se conquistaban por los Estados de bienestar. De modo que en la región no se cultivaron formas de consenso de clases, sino que se agudizaron los disensos y la conflictividad estructural. Dado el sistema presidencialista de la región, los pueblos han confiado en algún presidente “salvador”, capaz de arreglar la economía y conducir al bienestar. Pero cada vez que algún gobierno ha intentado las reformas sociales, ha recibido las indetenibles reacciones de las elites del poder, que impiden cualquier alteración al disfrute de su riqueza y a su control o influencia sobre el poder político. Históricamente, esto es lo que explica las radicales reacciones contra las izquierdas, los movimientos sociales y contra los gobernantes del primer ciclo progresista en la región durante el siglo XXI, sobre los cuales se lanzaron todos los dardos legales e institucionales para perseguirlos, proscribirlos, deslegitimarlos y desprestigiarlos, a fin de que nunca se repita un fenómeno parecido.
El consenso de clases en los países europeos ha tomado nuevas expresiones en el presente y se habla de “El Nuevo Bienestar”, sobre todo tras la dramática experiencia de la pandemia Covid-19. En Europa, a nadie se le ocurre desmontar derechos laborales para favorecer la “competitividad” empresarial y peor aún privatizar servicios como educación, medicina y seguridad social. Tampoco achicar Estados al punto de suprimir el sistema de impuestos que garantiza el sostenimiento de los recursos para las obras y servicios de beneficio colectivo. Existe una mentalidad generalizada al respecto de estos temas, que arrastra también a los empresarios, a pesar de la penetración de las ideas neoliberales que también ha ocurrido. En América Latina poco se conoce de los avances hacia el Nuevo Bienestar, un asunto que ilustra caminos posibles para la región, donde predomina el ideal de una economía de tipo estadounidense. En Italia, por ejemplo, el pasado 18 de noviembre (2021) se aprobó el “subsidio único para niños”, una asignación mensual de hasta 175 euros, que desciende a 85 para los hijos adultos de entre 18 y 21 años. Lo recibirán las familias en función del número de hijos, la presencia de discapacitados, los ingresos y trabajo de ambos padres (https://bit.ly/3x9pNeu). Se trata de un “bono” que en América Latina sería visto como un acto “populista” más o menos despreciable. Y, además, es una verdadera renta universal para todas las familias con hijos, para lo cual se ha destinado una suma inicial de 20 mil millones de euros. Otros países como Alemania y Francia tienen subsidios similares. Y los países nórdicos incluyen una serie de “bonos” para casa, estudios, etc., nada raros en el resto de Europa. Son políticas de bienestar que entre los latinoamericanos con gobiernos empresariales-neoliberales se consideran como “gastos” excesivos del Estado, que solo debe achicarse. Desde luego, el “Nuevo Bienestar” se basa en fuertes impuestos, que ahora apuntan a las grandes corporaciones y fortunas, que recientemente fueron acordados por la Unión Europea, con propósitos redistributivos.
El problema latinoamericano de fondo es que la región carece de elites empresariales, económicas y políticas dispuestas al consenso de clases para apuntar la creación de economías sociales de bienestar. Las elites empresariales, cuyo trasfondo clasista sigue influido por la vieja mentalidad oligárquica, a la que se unen las consignas neoliberales que lucen a “modernas”, son incapaces de comprender los mecanismos que hacen posible la edificación de economías sociales. Basan su competitividad, modernización y progreso en la afectación de derechos laborales, sociales y ambientales. Pugnan por las mayores flexibilidades posibles sobre las relaciones de trabajo. Se resisten al pago de impuestos. Pretenden privatizar todos los bienes y servicios públicos, para convertirlos en negocios particulares, sin importar que con ello se aprovechan de la propiedad socialmente erigida, ni que se arrasa con logros ya alcanzados en materia de educación, medicina o seguridad social. La incapacidad de comprensión sobre los orígenes de la riqueza y la pobreza, les induce a considerar las manifestaciones sociales de descontento como obra de masas violentas y turbas peligrosas.
En esas condiciones, la conflictividad social sigue latente y no es posible prever cuándo estallará ni qué profundidad tendrá. Solo es posible considerar que allí hay un proceso histórico de cambio social definitivo en marcha e indetenible.
Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda para HistoriayPresente.