Por Thierry Meyssan para Voltairenet.
La COP26 no es más que un show montado para desviar la atención del público de lo que realmente se prepara en ese encuentro. El GIEC –el comité de expertos de la COP que parece estar alertando a gobiernos sordos sobre la catástrofe que se aproxima– está siendo utilizado para dotar a esos gobiernos de un discurso que justifica sus ambiciones políticas. Los presidentes de Rusia, Vladimir Putin, y de China, Xi Jinping, ambos resueltamente hostiles a los proyectos financieros que se cocinan en la COP, se negaron a participar en esa reunión aunque los banqueros más conocidos del mundo hablan allí de 100 000 millones de dólares en inversiones.
La «Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático» viene siempre acompañada de discursos apocalípticos pero nunca arroja compromisos cuantificables ni verificables. Sólo da lugar a promesas, que siempre se firman en medios de grandes despliegues mediáticos pero también siempre redactadas en condicional.
La COP26 que actualmente se desarrolla en Glasgow (Reino Unido), desde el 31 de octubre y hasta el 12 de noviembre, no parece que vaya a escapar a esa regla. Comenzó con un espectacular video, donde un dinosaurio subía a la tribuna de la Asamblea General de la ONU para lanzar una llamada de alerta sobre la posible extinción de la especie humana, y prosiguió con el discurso de apertura del primer ministro británico, Boris Johnson, sobre lo que haría James Bond ante la amenaza del cambio climático. El show prosiguió en la calle con una manifestación encabezada por Greta Thunberg, quien declaró ilegítimos todos los gobiernos del mundo y denunció el «fracaso» de la conferencia, que sólo estaba comenzando.
Los líderes políticos que tanto llaman a salvar la humanidad de su extinción inminente son los mismos que asignan miles de millones de dólares a la fabricación y desarrollo de armas nucleares capaces borrar de la faz de la Tierra la especie humana que tanto dicen querer defender [1].
Lo mínimo que se puede decir sobre la COP26 es que, en vez de ser una reunión diplomática tendiente a lograr una disminución de la emisión de gases con «efecto invernadero», se trata sólo de una farsa de cierta calidad montada para los espectadores del mundo entero.
Pero entonces, ¿cuál es la realidad que se esconde tras ese circo? ¿Y por qué participan en él todos los Estados miembros de la ONU?
Para responder a esas preguntas tenemos que empezar por separarnos de varias “certezas” erróneas sobre el llamado «calentamiento global».
Es un error creer que el «calentamiento global» amenaza la supervivencia de la especie humana. El clima siempre ha sufrido cambios, no de manera linear sino por ciclos. Hace 7 siglos, la Tierra era un planeta más caluroso que hoy en día. Por ejemplo, en Francia los glaciares de los Alpes eran menos extensos que hoy –incluso había camellos silvestres en lo que hoy conocemos como la región francesa de Provenza– y ciertas partes del litoral de lo que hoy es la Francia continental se adentraban en el mar más profundamente que en la actualidad mientras que otros tramos de litoral, más “retirados”, avanzaron con el tiempo.
Se ha comprobado que el calentamiento climático en Europa coincidió con el momento de la Revolución Industrial. Por eso “creemos” que las evoluciones climáticas que hoy vemos se aceleraron como consecuencia de las emisiones de gases de efecto invernadero provenientes de la actividad industrial, durante los dos últimos siglos. Es posible, pero la simultaneidad de dos hechos no indica necesariamente que uno sea la causa del otro.
Existen otras hipótesis, como la del geofísico yugoslavo Milutin Milankovic, que explican esos cambios a partir de las variaciones de la órbita terrestre, determinadas por la excentricidad de dicha órbita [2], entre otros factores.
En 1988, los primeros ministros de Canadá y del Reino Unido, Brian Mulroney y Margaret Thatcher, convencieron a sus socios (Estados Unidos, Alemania, Francia e Italia) para financiar un «Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático» (GIEC, también designado como IPCC debido a sus siglas en inglés), bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Poco después, Margaret Thatcher declaró que los gases de efecto invernadero, el hueco de la capa de ozono y las lluvias ácidas exigían respuestas intergubernamentales [3].
Pero aquel lindo discurso ocultaba objetivos políticos. La señora Thatcher estaba empeñada –así lo confirmaron después sus consejeros– en acabar con los sindicatos de los mineros de los yacimientos de carbón y en promover una nueva revolución industrial, basada en el uso del petróleo del Mar del Norte y en la energía nuclear [4].
El GIEC no es una academia de sabios climatólogos sino, como su nombre lo indica, un «grupo intergubernamental». En el GIEC no se habla de climatología sino de política climática. La gran mayoría de sus miembros no son científicos sino diplomáticos. En cuanto a los expertos en climatología que pertenecen al GIEC, no están ahí como científicos sino como expertos en el seno de su delegación gubernamental, o sea como funcionarios. Todas sus intervenciones públicas se hacen bajo el control de sus gobiernos. Es por consiguiente grotesco hablar de consenso «científico» para designar lo que en realidad es el consenso político que reina en el seno del GIEC. Eso demuestra un desconocimiento total del funcionamiento de las instituciones intergubernamentales.
Al contrario de lo que cree Greta Thunberg, el GIEC no está augurando el apocalipsis a gobiernos que hacen oídos sordos. En realidad obedece fielmente a esos gobiernos y elabora, con sus climatólogos, una retórica destinada a justificar una serie de cambios políticos que la gente normal rechazaría sin los argumentos del GIEC.
Los trabajos del GIEC sirven de base cada año a una «Conferencia de las Partes» (COP) firmantes de la «Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático» (CMNUCC). La 26ª edición de esa conferencia es el encuentro de Glasgow (COP26).
Por cierto, en 1990, el GIEC estimaba, en su primer informe, como «poco probable» un claro recrudecimiento del efecto invernadero «en los próximos decenios o más». En 2021, aquella verdad de 1990 se ha convertido en una herejía.
Las primeras COP se dedicaban al trabajo de información y de sensibilización del público sobre la evolución del clima. Estaba claro para todos que ciertas regiones se harían inhabitables y que algunas poblaciones tendrían que desplazarse. Pero con el transcurso del tiempo comenzó a decirse que los cambios serían tan radicales que podrían amenazar la supervivencia de toda la especie humana. Como no se ha producido ningún descubrimiento científico inesperado que venga a cuestionar abruptamente la verdad anterior, el cambio de retórica tiene como única explicación la evolución de las necesidades de los gobiernos.
La sociedad de consumo está al borde del abismo porque no se puede seguir vendiendo a alguien lo que ya tiene. Si se derrumban las industrias, se pierden los empleos y los gobiernos se ven en peligro de ser derrocados. Para evitar eso, hay una sola solución, que ya se utilizó en el pasado.
A finales de los años 1990, la mayoría de las sociedades occidentales ya estaban informatizadas y se hacía imposible seguir vendiendo computadoras. Así que se inventó la historia del «error del milenio», según la cual todos los sistemas informáticos del mundo iban a entrar en crisis a las 00:00 horas del 1º de enero del año 2000… y todo el mundo volvió a comprar nuevos ordenadores y programas informáticos concebidos para enfrentar el «Y2K». Por supuesto, no se cayeron los aviones en vuelo, tampoco se cayó ningún ascensor ni hubo ordenadores con problemas. Pero se detuvo la caída de las ventas y se salvó Silicon Valley.
Hoy en día la solución sería la «transición energética». O sea, en vez tratar de vender otro automóvil a alguien que ya tiene uno, habrá que venderle un vehículo eléctrico para reemplazar su automóvil que funciona con gasolina. Por supuesto, la electricidad se genera utilizando petróleo y exige el uso de baterías que actualmente no son reciclables. En definitiva, con la «transición energética» el planeta se verá más contaminado que antes pero… ¡ahora no hay que pensar en eso!
Bajo la presidencia de Bill Clinton, Estados Unidos tomó el control del GIEC e impuso el Protocolo de Kioto (COP3)… documento que Washington nunca firmó. El vicepresidente Al Gore estaba entonces a cargo de la política energética de Estados Unidos y así aprobó la guerra en Kosovo para poder construir un oleoducto a través de los Balcanes. Pero, como el Protocolo apuntaba originalmente a limitar las emisiones de 5 gases de efecto invernadero y de 3 sustitutos de los clorofluorocarbonos, Al Gore promovió la creación de unos «derechos de emisión de CO₂» para las industrias y se olvidó de los demás gases.
Ya como ex vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore fundó, junto a varios banqueros de Goldman Sachs y con financiamiento de Blackrock, la Chicago Climate Exchange (Bolsa del Clima de Chicago). Como Estados Unidos nunca firmó el Protocolo de Kioto esa entidad funcionó mal, así que Al Gore abrió en los otros cuatro continentes sucursales que se desarrollaron rápidamente. Hoy Al Gore percibe una remuneración por cada intercambio de derechos de emisión de CO₂. Para desarrollar su negocio, Al Gore se convirtió en “militante” de la causa climática y produjo el film An Inconvenient Truth (Una verdad que molesta). Le dieron entonces el premio Nobel de la Paz, aunque ese film, presentado como un documental científico, es sobre todo un largo spot publicitario para su “bolsa del clima” [5].
Entre paréntesis, el redactor de los estatutos de la Bolsa del Clima fue un joven jurista desconocido… un tal Barack Obama, que luego se incorporó al mundo de la política en Chicago y resultó electo presidente de Estados Unidos, sólo 4 años después. Ya en la Casa Blanca, Barack Obama elaboró el proyecto de utilizar la histeria sobre el clima para reformar el sistema financiero global. Ese fue el proyecto que se adoptó en la COP21, en París, y que debería ponerse en marcha con la COP26 de Glasgow.
La COP26 está organizada por Reino Unido con ayuda de Italia. Cuatro británicos están a cargo de ese encuentro: dos ex ministros, Alok Sharma (ex ministro de Economía, Industria y Estrategia Industrial) y Anne-Marie Trevelyan (ex ministra de Desarrollo Internacional), Mark Carney (ex gobernador de los Bancos del Reino Unido y Canadá) y el cabildero Nigel Topping. Ninguno sabe absolutamente nada de climatología pero los cuatro defienden un proyecto de reforma de las instituciones de Bretton Woods –el Fondo monetario International (FMI) y el Banco Mundial.
Si los presidentes de Rusia y China, Vladimir Putin y Xi Jinping, no participan en la COP26 no es porque estén en desacuerdo con la lucha contra la contaminación del medioambiente sino porque se oponen a ese proyecto financiero.
El sitio web de la COP26 explica que se trata de:
«Movilizar financiamiento. Para alcanzar nuestros objetivos, los países desarrollados deben mantener su promesa de movilizar al menos 100 000 millones de dólares de financiamiento climático. Las instituciones financieras internacionales deben desempeñar su papel y nosotros debemos trabajar para liberar los miles de millares de millones de dólares de financiamiento del sector privado y del sector público necesarios para el cero neto mundial.»
Lo que se firmaría al final de la COP26 es la creación de una instancia que, para movilizar esos fondos, agruparía
Es importante entender que el Banco Mundial y sobre todo el Fondo Monetario Internacional (FMI) han perdido toda credibilidad, a tal extremo que ya no es posible seguir endeudando a los países pobres… pero hay que encontrar cómo mantener a esos países bajo control. Todos los gobiernos saben ya que las “donaciones” y préstamos de las instituciones internacionales vienen acompañados de condiciones leoninas que hacen que sus países sean más vulnerables y que cuando llegue el momento del reembolso el país ya no será dueño de nada.
Con la COP26, los banqueros podrán prestar dinero para “salvar el planeta” y convertirse de paso en dueños de los países cuyos dirigentes hayan confiado en ellos [6].
Por Thierry Meyssan para Voltairenet.