Este mes una noticia se destacó sobre las habituales atrocidades que ocurren en Palestina sin llamar la atención de los medios: el 6 de septiembre seis presos palestinos se escaparon de la cárcel de máxima seguridad de Gilboa, en el norte de Palestina ocupada por Israel.
A diferencia de otras fugas políticas notables –como la de los tupamaros uruguayos en 1971 o la de los chilenos del FPMR en 1990–, los palestinos no tuvieron apoyo desde el exterior, y la fuga fue una sorpresa para todo el mundo. Esa fue también su mayor vulnerabilidad, pues los seis fugitivos deambularon varios días por Galilea sin conocer el terreno, alimentándose con frutas recogidas en el camino, y sin pedir ayuda en las comunidades palestinas de la región para evitar que las siempre feroces represalias israelíes cayeran sobre ellas. Se habían dividido en tres grupos de dos; dos grupos fueron apresados en la misma Galilea cinco días después de la fuga, y el último par cayó tras una búsqueda frenética de 13 días que culminó en el campo de refugiados de Yenín (adonde habían logrado cruzar desde Israel); los dos fugitivos decidieron entregarse para evitar una masacre en el mismo mujayyam que Israel destruyó por completo en 2002, y donde últimamente ha ejecutado a varios militantes.
¿Quiénes eran los seis presos fugados? Todos son nativos de Yenín, distrito en el norte de Cisjordania ocupada conocido por haber sido un foco de la resistencia armada, sobre todo durante la segunda intifada (2000-2005), y hoy un bastión de la organización política Yihad Islámica (YI), a la cual pertenecen cinco de los fugados. Cuatro de ellos, integrantes de las Brigadas de Al Aqsa (el ala armada de la YI) están condenados a cadena perpetua, acusados de matar soldados y colonos israelíes durante la segunda intifada: Mahmud Abdullah Ardah (46) lleva 25 años preso y fue el ideólogo de la fuga; Mohammed Qassem Ardah (39) lleva 19 años preso; Yaqub Qadri (49) lleva 18 años preso; Ayham Nayef Kamanji (35) lleva 15 años preso. Además, Munadil Yaqub Nfeiat (26) está preso desde 2019 sin cargos ni juicio. Y el más famoso de todos, Zakaria Zubeidi (46) fue comandante de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa (brazo armado de Fatah) en el campo de refugiados de Yenín, donde los israelíes mataron a su familia y destruyeron su casa tres veces. Zubeidi ha pasado gran parte de su vida en distintas prisiones, fue herido de gravedad en 2002 y eludió varios intentos de asesinato; en 2007 renunció a la lucha armada, fue amnistiado y se volvió la mano derecha de Juliano Mer-Khamis en la fundación del Teatro de la Libertad. Su amnistía fue revocada en 2012 y fue detenido en 2019 por supuestas acciones armadas.
Al conocerse la fuga, inmediatamente la histeria colectiva −fogoneada por los medios− se apoderó de la sociedad israelí: los fugitivos fueron presentados como una amenaza letal, como si se tratara de un ejército dispuesto a aniquilar israelíes y no de seis presos crónicos corriendo por sus vidas. Además de lanzarse a una masiva cacería que costó millones de dólares diarios, el régimen sionista no tardó en implementar una de sus habituales operaciones de castigo colectivo: hizo redadas masivas en las comunidades de origen de los fugitivos, invadió las casas de sus familias y se llevó detenidos a parientes y decenas de jóvenes, sin motivo ni prueba alguna que los vinculara con la fuga. Esta represión desató a su vez una reacción de protesta e indignación en todo el territorio palestino, donde la gente salió a las calles para expresar su apoyo masivo a los presos y su rechazo a la reacción punitiva israelí, y a su vez fue violentamente reprimida.
La euforia colectiva por ese escape imposible cargado de victoria simbólica se fue convirtiendo en pesar a medida que los fugitivos iban siendo recapturados, algo bastante previsible para quien conoce el diminuto territorio palestino minado de controles y presencia militar israelí por doquier. Tras la captura, las protestas populares se enfocaron en exigir el cese de las torturas físicas y psicológicas y del aislamiento a que fueron sometidos los seis fugitivos.
Las primeras declaraciones de los presos recapturados contrastaron dramáticamente con la campaña demonizadora israelí: Kamanji dijo que quería visitar la tumba de su madre (muerta en 2018); Mahmud Ardah dijo que quería abrazar a su madre que está grave antes de que muera, y le llevaba un frasco de miel; Qadiri dijo que había vivido los cinco días más felices de su vida: había recorrido los campos de su patria ocupada, había visto niños jugando en la calle, había besado a uno de ellos; y que mientras tenga vida seguirá intentando escapar de la prisión.
A quienes carecen de información, el nombre Yihad Islamica les puede sonar −en estos tiempos de retorno talibán− a terrorismo (aunque no es así); pero conviene saber que tanto la YI como Hamas son parte de la resistencia palestina a la ocupación colonial israelí. Si bien no integran la OLP, participan de los debates que piden su reestructura para que comprenda a todas las expresiones políticas de la resistencia. Más aún: en los últimos años ambas organizaciones han llevado a cabo procesos de reformulación de sus plataformas políticas: sin renunciar a su crítica implacable al proceso de Oslo, han dejado de lado sus ideas originales de implantar un régimen islamista para reivindicar la lucha de liberación nacional palestina y la ampliación de la OLP sobre bases democráticas[2]. De hecho en Gaza ya se da una unidad de la resistencia armada entre estos grupos islamistas y los marxistas seculares.
Esa realidad se reflejó en la fuga de los presos: siendo la YI una organización pequeña, los fugitivos se convirtieron en el centro de la preocupación nacional; su odisea fue vista como heroica y suscitó celebraciones en toda Palestina así como pesar cuando fueron rearrestados, sin que por ello decayera el sentido de orgullo y la identificación popular con la hazaña de estos “luchadores por la libertad” que asestaron tamaña humillación al todopoderoso aparato de seguridad israelí.
Y respecto a las consideraciones morales sobre ciertas formas de lucha llevadas a cabo durante la segunda intifada –como atentados cruentos con muerte de civiles−, está fuera de discusión que la principal organización terrorista es −por lejos− el ejército israelí, que todos los días asesina impunemente a jóvenes, niños y adolescentes, tanto por gatillo fácil y ejecuciones sumarias sin motivo como por bombardeos masivos en el caso de Gaza. Por eso las cifras de muertes palestinas cuadriplican −si no más− las israelíes. Y los asesinos israelíes no cumplen largas condenas como los palestinos; ni siquiera por un día. Por eso el historial de violencia de la resistencia palestina es incomparable con la crueldad extrema y despiadada que ejercen a diario las fuerzas israelíes, como bien recordó estos días el periodista israelí Gideon Levy en un artículo titulado: “Sí, estos palestinos son luchadores por la libertad”. En definitiva, la violencia de los oprimidos nunca puede igualarse a la violencia del opresor; recordemos que hasta la ONU reconoce el derecho a la resistencia armada de los pueblos sometidos a ocupación colonial o extranjera.
Según la ONG Addameer, actualmente hay 4650 presos políticos palestinos, incluyendo 40 mujeres, 200 niños y 520 en detención ‘administrativa’ (sin cargos ni juicio), aunque las cifras cambian diariamente. Desde 1967, alrededor de un millón de palestinos/as han pasado por la cárcel israelí. No hay familia palestina cuyos hijos, hijas, parientes y vecinos no hayan sido encarcelados. Casi todo comportamiento individual o colectivo es considerado por el colonizador como un delito que merece el encarcelamiento; hasta la actividad gremial en las universidades es considerada “terrorismo” y motivo para terminar en la cárcel, como le pasa a gran cantidad de estudiantes.
Cuando se trata de los presos políticos, existe un amplio consenso político, afectivo y social en la sociedad palestina. La gente considera que todos los presos, sin distinción, son luchadores por la libertad que sacrificaron sus vidas por el bien de su pueblo y por la liberación nacional. Y por eso los prisioneros son un elemento central de la causa palestina, como lo fue y lo es en todos los pueblos sometidos a un poder opresor –algo que conocemos bien quienes hemos vivido bajo dictaduras o regímenes autoritarios y criminales en América Latina−.
También por eso sabemos que en los tribunales militares del enemigo no hay garantías de debido proceso ni posibilidad alguna de alcanzar justicia. En los tribunales coloniales israelíes no existe investigación de delitos, sino una culpabilidad asignada desde el momento de la detención; el proceso penal se limita a aceptar la culpabilidad a cambio de una posible reducción de la pena.
Las condiciones en las prisiones israelíes son extremadamente rigurosas: la visita mensual es solo para algunos familiares directos (que no hayan pasado por la cárcel), por teléfono, a través de un vidrio, y se cancela por meses con cualquier pretexto; de hecho fue la primer medida aplicada en todas las cárceles tras la fuga. La huelga de hambre es el único recurso que tienen los presos para protestar por la violencia y las continuas arbitrariedades que sufren, especialmente la detención administrativa, por la cual una persona puede estar meses o incluso años detenida sin juicio, a total discreción del servicio secreto israelí. En este momento hay siete presos en prolongada huelga de hambre (entre 35 y 69 días) por este motivo.
Desde el estallido de mayo en Jerusalén que se extendió “desde el río hasta el mar” (conocido como la intifada de la unidad), asistimos a una escalada de protestas palestinas que han sido reprimidas con la típica violencia desproporcionada de las fuerzas israelíes. 250 personas fueron asesinadas en el ataque a Gaza (67 eran menores de edad) y más de 100 en Cisjordania y Jerusalén. Solo el domingo pasado las fuerzas israelíes asesinaron a cuatro jóvenes y un adolescente palestinos: dos cerca de Yenín y tres al noroeste de Jerusalén. En toda Cisjordania se reportan cada vez más redadas del ejército israelí, así como provocaciones y ataques de los colonos[3], desde las aldeas del norte, pasando por Jerusalén, hasta las colinas al sur de Hebrón; y también –después de mucho tiempo− fugaces enfrentamientos armados, que incluso el domingo dejaron a dos soldados israelíes heridos.
Todo parece indicar que se va hacia un resurgir de la resistencia armada en Cisjordania, que seguramente tendrá su réplica en Gaza. No es que quienes toman las armas crean que pueden derrotar al poderoso ejército israelí, y saben bien que pagarán un altísimo precio; la ecuación que parece explicar este rumbo es simple: cuando todas las demás vías han sido clausuradas, es mejor morir peleando que seguir esperando una solución política que nadie tiene interés en habilitar. Y saben mejor que nadie, además, que la violencia es el único idioma que Israel entiende y practica.
Tras ser capturado, Zakaria Zubeidi −cuya vida sintetiza la de cualquier palestino/a− envió a través de su abogado una carta a los israelíes: «¿Qué esperan de una persona cuyo padre ustedes hambrearon prohibiéndole ejercer su trabajo de docente; cuya madre fue asesinada delante suyo por uno de sus francotiradores; a quien ustedes le mataron a su hermano y a sus mejores amigos, junto con 370 hijas e hijos de un campo de refugiados hacinados en un kilómetro cuadrado? ¿Qué esperan de una persona cuya familia ustedes desplazaron al igual que a su pueblo, y a quien le negaron sus derechos de la forma más brutal, arrestándola 20 veces, cada vez torturando su cuerpo y su alma, y a la que dejaron discapacitada en la plenitud de su juventud?»
Y el escritor y activista social Ameer Makhoul, de Haifa −que pasó una década en las cárceles israelíes−, reflexionó a raíz de la fuga de Gilboa: «Los que están físicamente en la cárcel son sólo un aspecto del régimen de encarcelamiento y opresión de Israel. De hecho, familias enteras −madres, padres, hermanas, hermanos, hijas e hijos− son prisioneros del mismo estado de cautiverio.»
Fuente: Maria En Palestina