Por Daniel Goldstein para La Tizza.
86 — ¿Qué es lo más importante de un sindicato? ¿Que organice a los trabajadores para la lucha? ¿Qué construya escuelas, hospitales, proveedurías?
90–93 — ¿Simpatiza o simpatizó con algún partido político? ¿Estuvo alguna vez afiliado a algún partido político? ¿Cuándo? ¿Participaba Ud. en las reuniones de partido?
94 — ¿Recuerda haber participado, visto u oído de alguna manifestación, huelga, acto político en que haya habido violencia? ¿Dónde, cuándo, cuál fue? ¿Qué resultados tuvo?
118 — ¿Habla de política con otra gente? ¿Con quién?
124 — Hay gente que se dedicó al salteamiento y la violencia y dice que lo hizo porque está cansada de estar mal y que lo traten mal. ¿Usted cree que es verdad que lo hacen por esa razón? ¿Es correcto? ¿Es incorrecto?
Estas preguntas forman parte de un extenso cuestionario propuesto a trabajadores y pequeños productores del Chaco, República Argentina, elegidos por Sorteo. No se trata de un cuestionario policial para la obtención de documentos de identidad o credenciales de trabajo; es simplemente el último proyecto de espionaje sociológico conocido en la Argentina, financiado por la Fundación Ford y ejecutado por un grupo de sociólogos que tienen como sede actual el Centro de Investigaciones Sociales del Instituto Torcuato Di Tella, de Buenos Aires y que, además, se nuclean en el Centro de Investigaciones para Ciencias Sociales, CICSO. Este proyecto comenzó en zonas rurales del Chaco y del Valle Central chileno, pero sus objetivos son mucho más ambiciosos: se trata de un estudio del problema de marginalidad en América Latina.
La próxima tarea sería levantar la encuesta en las villas de emergencia —las villas miseria— del cinturón urbano de Buenos Aires. Lo novedoso de este proyecto sobre marginalidad subvencionado por la Fundación Ford es que tanto la teoría con amplia fundamentación marxista, como la encuesta, son producto de un grupo de intelectuales de izquierda argentinos encabezados por José Nun, Miguel Murmis y Juan Carlos Marín, con la participación de otros investigadores —Ernesto Luclau (h), Néstor D’ Alessio, Marcelo Nowersztern, Beba Ballvé—, todos de conocida militancia política en la universidad. Es decir, los norteamericanos no participaron directamente en la confección de este proyecto; ni el Pentágono, ni la CIA, ni ninguna universidad o instituto yanquis intervinieron en esto. Lo único que hacen es financiarlo —a través de la Fundación Ford— y, por supuesto, aprovechar sus resultados.
La multimillonaria Fundación Ford nació en 1936, gracias a la magnanimidad de Henry y Edsel Ford, con el objeto de «recibir y administrar fondos para propósitos científicos, educacionales y caritativos, todo ello para el bien público y no para otro fin…» Inicialmente, la fundación se dedicó a financiar universidades y caridades en el estado de Michigan —sede del núcleo principal de la Ford— y la mayor parte de los ingresos provenían de acciones de clase A sin derecho al voto de la Ford Motor Company.
En 1955, sirviendo como salida exenta de impuestos para los beneficios obtenidos durante la Segunda Guerra Mundial y los pingües negocios de la guerra fría, la Fundación Ford amplió sus objetivos iniciales para convertirse primero en una organización plurifacética de alcance nacional y luego internacional, llegando a financiar proyectos de todo tipo en 78 países.
Fundamentalmente interesada en problemas de administración pública «apartidista», la Fundación Ford comenzó a cambiar a partir de 1960. En 1962, el señor Dyke Brown, vicepresidente para los programas de asuntos políticos de la fundación, manifestó que el interés de la entidad «se había desviado de la gerencia y la administración pública hacia la política y el proceso político», lo que implicaba que la fundación tendría necesariamente que prepararse para asumir ciertos «riesgos políticos».
En 1966, la evolución de la Fundación Ford culminó con la entrada de McGeorge Bundy a la Presidencia de la entidad. Bajo la dirección inflexible y experta de Bundy, la Fundación Ford se convirtió en la fuente principal de dinero para el movimiento en pro de los derechos civiles de los Estados Unidos. A través de un trabajo directo e indirecto con las organizaciones negras, la fundación aspira en la actualidad a canalizar y controlar el movimiento negro de liberación en un esfuerzo para prevenir futuras rebeliones urbanas.
El imperio norteamericano enfrenta un problema de primerísima importancia y gravedad: la revolución en el continente americano. La rebelión negra y la guerrilla latinoamericana son los problemas candentes que amenazan provocar el descalabro total del sistema. Conscientes de que la lucha se dará en el continente americano, los norteamericanos necesitan desesperadamente conocer a su enemigo. El tipo de guerra que utilizan contra los negros y los latinoamericanos requiere información ideológica y social acerca del enemigo, en cada instante.
¿Quiénes son los marginales? Los llamados marginales comprenden amplios sectores de población rural y urbana. En el primer caso se abarca, principalmente, a los que están sometidos al fenómeno de «(…) la fijación directa o indirecta del trabajador a la tierra, en condiciones de vida absolutamente miserables y con una productividad cercana a cero». El segundo sector está constituido por «(…) los considerables contingentes de mano de obra que, rota su situación de inmovilidad, llegan a la ciudad y no consiguen insertarse en absoluto en el proceso productivo o lo logran solo de modo intermitente y/o en actividades que subutilizan su capacitación previa», y por «(…) la fuerza de trabajo que ya estuvo integrada y que ahora queda cesante de modo permanente o solo puede conseguir empleos intermitentes y/o en ocupaciones que subutilizan su nivel previo de capacitación».
El estudio de los marginales permite congelar situaciones explosivas, anular el embrión de las rebeliones y destruir por todos los medios posibles su cohesión interna. Hace tanta falta el entrenamiento antiguerrillero como el propagandista —espía haciendo su labor de zapa en forma diaria y permanente—; el napalm y el helicóptero están en plano de igualdad con la encuesta y la acción cívica para superar a tiempo el brote de violencia crítico. Las peculiaridades de esta guerra fueron captadas sagazmente por John F. Kennedy, quien formuló una política monolítica de ambivalencia solo aparente. Durante los años en que trabajó al servicio de la estructura del poder de los Estados Unidos, McGeorge Bundy desarrolló la capacidad de apreciar las complejidades de la manipulación política y las líneas aparentemente contradictorias que deben perseguirse al unísono con el objeto de alcanzar una meta previamente trazada.
McGeorge Bundy fue siempre un buen alumno. Aristócrata consciente, aprovechó la Universidad de Yale —que a otros solo dio títulos, posiciones académicas y relaciones comerciales— para instrumentar su salto a los niveles ejecutivos más altos del imperio norteamericano. En Yale fue alumno de Bissell, un profesor de Economía de personalidad doble que escondía tras los twedds ingleses una cierta inclinación por aventuras sórdidas. En efecto, Bissell dejó Yale para dirigir las «operaciones negras» de la CIA —las misiones sucias en territorios extranjeros—, no sin antes pasar por puestos claves en diversos proyectos internacionales «legales» como el Plan Marshall, donde llevó a Bundy como colaborador. Bundy siguió relacionado con Bissell cuando fue asistente de Seguridad Nacional del presidente Kennedy, vale decir, nexo entre el Grupo Especial de Seguridad —el verdadero gobierno invisible norteamericano— y la Presidencia. McGeorge Bundy aprendió con Bissell las técnicas y las sutilezas del espionaje en gran escala y absorbió de Kennedy la táctica de las contradicciones superficiales.
Para comprender la totalidad de la política imperial desde 1960, nada mejor que leer el artículo de Bundy aparecido en el órgano oficial de la política exterior norteamericana, la revista Foreign Affairs de enero de 1967: «Durante 20 años, desde 1940 a 1960, la expresión «y/o» constituía el patrón de las discusiones sobre política exterior: aislamiento o intervención, Europa o Asia, Wallace o Byrnes, Plan Marshall o reventamos, SEATO o neutralidad, las Naciones Unidas o la política del poder y siempre, insistentemente el anticomunismo o la unión con los comunistas». El mundo no es tan simple, sigue diciendo Bundy, «y con John F. Kennedy entramos en una nueva era. Insistía [Kennedy] constantemente en la adopción de líneas políticas paralelas que aparentemente se contradecían: reforzar la línea de defensa e impulsar el desarme, contrainsurgencia y Cuerpos de Paz, brechas abiertas a la izquierda sin cerrar las puertas a la derecha razonable, una Alianza para el Progreso y una oposición irremisible a Castro; en suma, la rama de olivo y las flechas».
En 1966 se hizo evidente que el problema de los ghettos negros urbanos tenía que ser resuelto urgentemente y que América Latina debía recibir una atención preferencial en los planes de contrainsurgencia. Es necesario insistir en el carácter plurifacético de los planes de contrainsurgencia: no se trata meramente de entrenamiento antiguerrillero de los Ejércitos neocoloniales; hoy en día, como lo demuestra la guerra de Viet Nam, contrainsurgencia es un término que involucra además la guerra química y bacteriológica, el espionaje sociológico y la penetración ideológica. Fue precisamente en 1966 cuando el Gobierno norteamericano sufrió una serie de deserciones importantes extremadamente sospechosas: Bundy dejó su puesto como asesor presidencial para Asuntos de Seguridad Nacional para pasar a la Presidencia de la Fundación Ford. Otros funcionarios de similar categoría y experiencia, íntimamente vinculados a la conducción de la política imperial en América Latina —Bahía de Cochinos, Santo Domingo, Brasil—, como Lincoln Gordon y Thomas Mann, dejaron el Departamento de Estado y pasaron a presidir y a dictar cátedra sobre política latinoamericana, respectivamente, a la Universidad Johns Hopkins. Cabe señalar que esta es la universidad norteamericana que más dinero recibe para investigaciones militares y paramilitares en los Estados Unidos, que activos exembajadores forman parte de sus equipos —como Philip Bonsal, que usa su experiencia cubana dirigiendo un programa de «acercamiento» a Cuba financiado por la Fundación Ford, y John Tuthill, hasta hace poco embajador en Brasil— y que en su Departamento de Sociología se gestó buena parte del Proyecto Camelot.
Los antecedentes de Bundy hacían muy sospechoso su nombramiento: era extremadamente raro que un hombre de su peso político y ambición de mando dejara un puesto clave para desempeñarse como administrador de préstamo y caridades. La verdad era otra y el mismo McGeorge Bundy se dedicó a disipar las dudas. Desde la Presidencia dedicó todas las fuerzas y recursos de la Fundación Ford al problema de los conflictos raciales urbanos. Un hombre como él resulta ideal para auxiliar a los grupos que trabajan en pro de los derechos civiles y funcionar con ellos, incluyendo a defensores del Poder Negro, mientras el gobierno se prepara para emplear la violencia más brutal en la represión de las comunidades negras. Esta aparente contradicción es tan solo una manifestación «superficial», como diría Bundy, de una política coherente para asegurar y defender el imperio. La Fundación Ford pasó a ser la agencia oficiosa del gobierno de los Estados Unidos para resolver el problema insurreccional en las ciudades yanquis. Su política consistió en financiar al movimiento negro y aislar progresivamente a los grupos militares, subvencionar investigaciones sociológicas y proyectos de acción social en los ghettos y tratar de formular políticas reformistas de urgencia para impedir nuevos estallidos como los de Detroit o Newark. Por ejemplo, la Fundación Ford financió, entre otros, dos importantes estudios realizados por el Survey Research Center de la Universidad de Michigan y por el Departamento de Sociología de la Universidad Johns Hopkins, que abarcaron 19 ciudades y zonas suburbanas de Estados Unidos y que formaron parte del muy detallado y discutido informe de la Comisión Consultiva sobre Desórdenes Civiles —el Otto Kerner Report al presidente Johnson, 1968—.
El plan Bundy, ejecutado por medio de la Fundación Ford, es introducir pequeñas modificaciones en el estatus quo local, a fin de asegurar la tranquilidad y mantener el equilibrio del poder blanco en su conjunto. En otras palabras, obtener un «enfriamiento» de las condiciones propicias a la rebelión y neutralizar el movimiento revolucionario negro.
Es fundamental tener en cuenta el papel de la Fundación Ford y la ideología de su presidente, McGeorge Bundy, para entender el peligro que entraña su actividad en los países neocoloniales. A juzgar por su política con respecto al problema negro y la financiación de proyectos de marginalidad como el radicado en el Instituto Di Tella, la Fundación Ford es en la actualidad un organismo paragubernamental destinado a formular la táctica de contrainsurgencia civil para las dos Américas. La Fundación Ford se ha convertido, en realidad, en una nueva agencia de inteligencia dedicada a los problemas sociales de los pueblos neocoloniales, con la misión de coleccionar información y proponer líneas de acción contrarrevolucionaria.
El proyecto de marginalidad financiado por la Fundación Ford puede ser científicamente irreprochable, pero presenta las siguientes características:
Ofrecer al poder político —tanto local como imperial— un detallado cuadro de las impresiones, creencias, frustraciones, desencantos, esperanzas e impaciencias de una masa marginada política, social, cultural y económicamente.
Ofrecer al poder político la información necesaria para poder emprender reformas superficiales que, sin arañar siquiera la estructura de explotación, sin modificar las relaciones de poder, puedan evitar eclosiones violentas de rebeldía.
Solo el poder político —es decir, el imperio y la clase virreinal— puede aprovechar a fondo las informaciones y las conclusiones del proyecto de marginalidad y utilizar los datos obtenidos con los más variados fines: reformas o represión.
Un movimiento revolucionario necesita información sociológica sobre el medio en que actúa, pero no la suministrada por encuestas destinadas a ayudar al enemigo. La información se recoge en el curso de la militancia activa en el seno de las masas, en la acción revolucionaria. Un revolucionario no se limita a recabar información sobre lo que la gente cree, sino que contribuye en la práctica a demostrar la mentira, a romper con el «sentido común prefabricado».
La Fundación Ford siempre se apoyará en grupos militantes retóricamente revolucionarios; la Fundación Ford siempre utilizará intelectuales de izquierda técnicamente idóneos; la Fundación Ford siempre aparecerá prescindente, solo preocupada por el bien público y por el avance «apartidista» de las ciencias sociales: la Fundación Ford no necesita ensuciarse las manos con dinero del Pentágono, o de la CIA, o de cualquier otra agencia «quemada» en el espionaje internacional.
¿Quién, entonces, propuso a los sociólogos radicados en Di Tella esta encuesta? La respuesta a esta interrogante es abrumadora: nadie específicamente, ninguna persona o institución necesitó proponer esta encuesta. Todo el sistema de penetración cultural del imperialismo contribuyó a que la idea de la encuesta sobre marginalidad surgiera.
En las ciencias sociales ocurre lo mismo que en las ciencias exactas y naturales. El imperio impone modas: son los temas internacionales, de vanguardia, los que aseguran renombre y subsidios generosos.
Que este tipo de estudios pueda tener fundamentación marxista, tampoco se pueda achacar a este marxismo el que los proyectos se formulen. Lo importante es ver si la investigación en temas internacionales —tanto en Sociología como en ciencias exactas y naturales— no favorece solo al imperialismo, aportando datos para resolver sus problemas, informes científicos para avalar sus proyectos, mientras se nos convierte en dependientes de los avances tecnológicos y de los subsidios para proseguir investigando en esas líneas.
Quizás nadie le sugirió, específicamente, al grupo de sociólogos radicados en el Instituto Di Tella, la realización de la encuesta sobre marginalidad. Pero la realización de este tipo de estudios está en el aire: es la última moda norteamericana, para ser más precisos. Una rápida revisión del problema de las encuestas nos muestra cómo primero fueron los propios norteamericanos los que impusieron la moda: la Michigan State University, con sus fabulosos estudios sociológicos en Viet Nam del Sur, pagados por la CIA para reforzar el gobierno de Diem. Luego el proyecto Camelot, con un presupuesto de 1.500.000 dólares pagado por el Pentágono e instrumentado por una de las ramas visibles de la CIA, el SORO —Special Operations Research Office—, una «subsidiaria» de la American University. El Camelot fue planeado por sociólogos entre los más reputados de los Estados Unidos, muchos de ellos con antecedentes liberales, gente que se llamaba a sí misma «reformadores».
El imperio utiliza a los intelectuales de las ciencias sociales como exploradores en las áreas de tensión; lo que se les ofrece, a cambio de información, es altamente atractivo: buenos subsidios, posiciones académicas y para-académicas de muy buen nivel, oportunidades para publicar numerosos trabajos en las mejores revistas especializadas y renombre internacional.
Todo esto nos sugiere la siguiente reflexión: que los científicos sociales no deben participar en investigaciones auspiciadas o subvencionadas por organizaciones que pueden ejercer presión e influir sobre los hombres como objeto de estudio. Los científicos sociales no deben aceptar colaborar con el enemigo.
Los sociólogos latinoamericanos no deben olvidar que Camilo Torres era sociólogo.