Hace 2 décadas que el Pentágono viene aplicando la «doctrina Rumsfeld-Cebrowski» en el «Medio Oriente ampliado».
Varias veces se ha planteado extenderla a la «Cuenca del Caribe» pero se ha abstenido de hacerlo, concentrando su poderío en su blanco inicial. El Pentágono actúa como un centro decisional autónomo, que de hecho escapa al poder del presidente de Estados Unidos. Es una administración civil y militar que impone sus objetivos a otras fuerzas militares.
En mi libro La gran impostura [1], yo escribía, en marzo de 2002, que los atentados del 11 de septiembre tenían como objetivo lograr que los estadounidenses aceptaran:
[-] en su país, un sistema de vigilancia masiva –la Patriot Act o “Ley Patriota”–;
[-] en el exterior, un regreso a la política imperial, sobre lo cual no existía entonces ningún documento.
Las cosas sólo comenzarían a verse más claramente en 2005, cuando el coronel Ralph Peters, quien trabajaba entonces como comentarista en Fox News, publicó el famoso mapa del Estado Mayor Conjunto, mapa que definía el «rediseño» del «Medio Oriente ampliado» (o «Gran Medio Oriente») [2]. Aquel mapa provocó gran agitación en todas las cancillerías porque mostraba que el Pentágono planeaba modificar las fronteras heredadas de la colonización franco-británica (los Acuerdos Sykes-Picot de 1916) sin apiadarse de ningún país de la región, fuese o no aliado de Washington.
Desde entonces, cada Estado de la región hizo todo lo posible para evitar la tormenta. Pero, en vez de unirse con sus vecinos ante el enemigo común, cada uno de ellos trató de desviar la mano del Pentágono para que golpeara “al de al lado”. El caso más evidente fue el de Turquía, que cambió repetidamente de casaca, hasta dar la impresión de haberse convertido en un perro loco.
Pero el mapa dado a conocer por el coronel Peters –quien detestaba al entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld– no permitía entender todo el conjunto del proyecto. Ya en el momento de los atentados del 11 de septiembre, el propio Peters había publicado en Parameters, la revista del US Army (las fuerzas terrestres estadounidenses), un artículo [3] donde mencionaba el mapa que publicaría finalmente 4 años después. En aquel artículo, el coronel Peters sugería que el Estado Mayor Conjunto se disponía a convertir en realidad los contornos de su mapa cometiendo crímenes atroces a través de proxis, para no ensuciarse las manos. En aquel momento se podía pensar que serían ejércitos privados, pero la experiencia mostró que estos tampoco pueden implicarse en crímenes contra la humanidad.
La clave del proyecto era la llamada «Oficina para la Transformación de la Fuerza» (Office of Force Transformation), creada en el Pentágono por Donald Rumsfeld en los días posteriores a los atentados del 11 de septiembre. A la cabeza de esa Oficina para la Transformación de la Fuerza, Rumsfeld puso al almirante Arthur Cebrowski. El almirante Cebrowski, reconocido estratega, había concebido la informatización de las fuerzas armadas estadounidenses [4]. Parecía que aquella Oficina debía completar aquel trabajo de Cebrowski, aunque ya nadie se oponía a la reorganización. Pero no era así, la Oficina había sido creada para transformar la misión de las fuerzas armadas estadounidenses y así lo demuestran las grabaciones existentes de algunas de las conferencias que Cebrowski impartía en las academias militares.
El almirante Arthur Cebrowski pasó 3 años impartiendo cursos a los altos oficiales estadounidenses… que hoy son generales.
Lo que el almirante Cebrowski enseñaba en sus cursos era bastante simple:
La economía mundial está “globalizándose”. Para seguir siendo la primera potencia mundial, Estados Unidos tendría que adaptarse al capitalismo financiero. La mejor manera de hacerlo sería garantizar a los países desarrollados que podrán explotar los recursos naturales de los países pobres sin obstáculos políticos.
Partiendo de esa premisa, Cebrowski dividía el mundo en dos sectores: de un lado, las economías globalizadas –incluyendo Rusia y China– destinadas a ser mercados estables. Del otro lado, todos los demás países, donde habría que destruir las estructuras e instituciones que conforman los Estados, hundiéndolos así en el caos para garantizar a las transnacionales la posibilidad de explotar las riquezas de esos países sin encontrar resistencia.
Para lograr eso hay que dividir a los pueblos no globalizados recurriendo a criterios étnicos y se impone dominar en el plano ideológico.
La primera región donde se pondría en práctica esa doctrina sería la zona arabo-musulmana que va desde Marruecos hasta Pakistán –exceptuando Israel y dos microestados vecinos, Jordania y Líbano, que tendrían que evitar la propagación del incendio. Eso es lo que el Departamento de Estado llamó el «Medio Oriente ampliado» o «Gran Medio Oriente». Los contornos no se definieron en función de las reservas de petróleo que allí existen sino de elementos culturales comunes entre sus poblaciones.
La guerra que el almirante Cebrowski imaginaba tendría que abarcar, en un primer momento, toda esa región, sin tener en cuenta las divisiones o alianzas surgidas en la guerra fría. En otras palabras, Estados Unidos ya no tendría amigos ni enemigos. El enemigo tampoco se definía ya en términos de ideología (como la oposición entre capitalistas y comunistas) ni de religión (como en el «choque de civilizaciones») sino únicamente por su no integración a la economía globalizada del capitalismo financiero. Nada podría proteger a quienes tuviesen la desgracia de ser independientes.
Al contrario de las guerras anteriores, destinadas a permitir que Estados Unidos pudiese acaparar los recursos naturales, la nueva guerra pondría los recursos al alcance de todos los Estados globalizados. Estados Unidos ni siquiera se interesaría ya por la captación de recursos naturales sino que tendería sobre todo a dividir el trabajo a escala planetaria y a hacer que los demás trabajaran por él.
Todo eso implicaría cambios tácticos en la manera de hacer la guerra ya que no se trataría ganar sino de imponer una «guerra sin fin», según la fórmula utilizada por el entonces presidente George Bush hijo. Y, efectivamente, hemos visto como todas las guerras iniciadas desde el 11 de septiembre de 2001 todavía continúan actualmente en 5 frentes diferentes: Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen.
Poco importa que gobiernos aliados interpreten esas guerras según lo que afirman los medios de comunicación de Estados Unidos: no son guerras civiles sino etapas de un plan trazado por el Pentágono.
La «doctrina Cebrowski» sacudió las fuerzas armadas de Estados Unidos. Su asistente, Thomas Barnett, redactó un artículo para Esquire Magazine [5] y luego, para presentarla más detalladamente, publicó un libro titulado El nuevo mapa del Pentágono: guerra y paz en el siglo 21 [6].
En su libro, publicado después del fallecimiento del almirante Cebrowski, Barnett se atribuye la paternidad de la estrategia trazada por Cebrowski, lo cual debe ser interpretado sólo como una maniobra del Pentágono para no asumir su concepción. Lo mismo sucedió antes con el «choque de civilizaciones» –inicialmente se hablaba de la «doctrina Lewis», un truco de propaganda concebido en el Consejo de Seguridad Nacional para vender nuevas guerras a la opinión pública estadounidense, y fue presentado públicamente por el asistente de Bernard Lewis, Samuel Huntington, como la descripción universitaria de una realidad inevitable.
La aplicación de la doctrina Rumsfeld-Cebrowski ha tropezado con numerosos escollos, algunos originados en el mismo Pentágono y otros por las respuestas de los pueblos a los que se quería aplastar. Por ejemplo, el almirante William Fallon, fue obligado a dimitir como jefe del CentCom por haber tratado de negociar –por propia iniciativa– una paz razonable con el gobierno del entonces presidente iraní Mahmud Ahmadineyad. La dimisión del almirante Fallon fue provocada precisamente por… el propio Barnett, quien publicó un artículo donde acusaba a Fallon de haber hecho declaraciones injuriosas contra el entonces presidente Bush hijo. En Siria el fracaso de los intentos de destruir el Estado sirio se debe a la resistencia del pueblo sirio y a la entrada en escena de las fuerzas armadas rusas. En el caso de Siria, el Pentágono se ha dedicado últimamente a quemar las cosechas y a organizar un bloqueo comercial para rendir a los sirios por hambre, actos de abyecto revanchismo que demuestran que no ha logrado destruir el Estado sirio.
Durante su campaña electoral, Donald Trump se pronunció públicamente contra la «guerra sin fin» y por el regreso de los soldados estadounidenses a casa. Durante su mandato, Trump logró impedir que el Pentágono iniciara nuevas guerras, también logró repatriar cierta cantidad de tropas, pero no pudo “domar” al Pentágono, que por su parte desarrolló sus fuerzas especiales bajo el modo de «Signature reduction» [7] y logró destruir el Estado libanés sin usar soldados de manera visible. Y ahora el Pentágono está aplicando esa misma estrategia en Israel, donde organiza indistintamente pogromos antiárabes y antijudíos en medio de la coyuntura del enfrentamiento entre el Hamas e Israel.
En varias ocasiones el Pentágono trató de extender la «doctrina Rumsfeld-Cebrowski» a la Cuenca del Caribe. Allí planificó no el derrocamiento del gobierno del presidente Nicolás Maduro sino la destrucción del Estado venezolano, pero acabó posponiendo la operación.
Todo nos demuestra que el Pentágono se ha convertido en un poder autónomo. Dispone de un presupuesto astronómico ascendente a 740 000 millones de dólares, o sea el doble del presupuesto anual de todo el Estado francés. En la práctica, el poder del Pentágono se extiende mucho más allá de las fronteras de Estados Unidos ya que también controla el conjunto de los Estados miembros de la OTAN.
Se supone que el Pentágono tendría que rendir cuentas al presidente de Estados Unidos. Pero las experiencias de los presidentes Barack Obama y Donald Trump demuestran todo lo contrario. El presidente Obama no pudo imponer al general John Allen la política que quería aplicar contra el Emirato Islámico (Daesh) y el presidente Trump fue simplemente engañado por el CentCom cuando quiso retirar las tropas estadounidenses del Medio Oriente, específicamente de Irak y Siria. Y nada permite pensar que actuará de otra manera con el presidente Joe Biden.
La reciente carta abierta de un amplio grupo de generales estadounidenses retirados [8] es una muestra de que ya nadie sabe quién dirige las fuerzas armadas de Estados Unidos. Es cierto que el análisis político que hacen los firmantes de esa carta abierta es digno de los tiempos de la guerra fría, pero eso no resta valor a su señalamiento: la administración federal y los generales del Pentágono ya no están en la misma frecuencia.
El periodista estadounidense William Arkin demostró en el Washington Post que, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Estado federal organizó toda una nebulosa de agencias supervisadas por el Departamento de Seguridad de la Patria o Homeland Security [9]. Esas agencias interceptan y archivan en secreto las comunicaciones de todas las personas que viven en Estados Unidos. Ahora, Arkin acaba de revelar en Newsweek que, por su parte, el Departamento de Defensa creó fuerzas especiales secretas no vinculadas a las que actúan portando uniformes estadounidenses [10]. Esas son las fuerzas que hoy están a cargo de la aplicación de la doctrina Rumsfeld-Cebrowski, sin importar quién esté en la Casa Blanca ni su política exterior.
En 2001, cuando el Pentágono atacó Afganistán y posteriormente Irak, lo hizo recurriendo a sus fuerzas armadas clásicas –no tenía otras– y a las de su aliado británico. Pero durante la «guerra sin fin» en Irak, los militares estadounidenses conformaron fuerzas yihadistas iraquíes –sunnitas y también chiitas– para hundir el país en la guerra civil [11]. Una de esas fuerzas, originada en el seno de al-Qaeda, fue utilizada en Libia, en 2014, bajo la denominación de Daesh. Poco a poco, esos grupos han reemplazado a las fuerzas armadas de Estados Unidos para hacer el trabajo sucio que el coronel Ralph Peters describía en 2001.
Hoy en día, nadie ha visto soldados con uniformes estadounidenses en Yemen, Líbano o Israel. El Pentágono incluso resalta mediáticamente la retirada de los que están desplegados en otros países. Pero existe una fuerza especial clandestina de 60 000 efectivos –sin uniforme– cuya misión es sembrar el caos en esos países a través de supuestas guerras civiles.