Según los medios, en Colombia mueren más personas en el robo de celulares que por masacres, y nunca ha habido torturas, sino que las personas detenidas se autoflagelan.
Las clases dominantes y sus medios de desinformación se encargan de crear los sofismas más disparatados para encubrir la magnitud de la violencia oficial y parainstitucional que a diario mata a niños, jóvenes, dirigentes populares, líderes sociales, excombatientes, personas comunes y corrientes. Ese lenguaje sibilino encubre a los criminales materiales e intelectuales e intenta lavar sus manos untadas de sangre.
Entre esas mentiras se dice, para empezar, que los policías y militares son los héroes de la patria. Que un expresidente, con un prontuario criminal que haría palidecer a Al Capone, es un preso político. Que ese mismo individuo es un“salvador de la patria”,como lo dijo la periodista Claudia Palacios en una clara apología del paramilitarismo y del delito.
“Que la justicia eventualmente llegue a probar que Álvaro Uribe es culpable no solo de determinar el soborno a unos testigos, sino masacres y conformación de grupos paramilitares, jamás lo despojará de ser quien les devolvió la seguridad a miles de colombianos de todas las clases, que llevaban años a merced de un Estado incapaz de contener y castigar la barbarie a la que los tenían sometidos las guerrillas”. Al acto que se comente en forma aleve contra un individuo indefenso y mediante el cual se le quita la vida en un CAI a manos de miembros de la policía no se le llama asesinato, sino muerte accidental. A los crímenes sistemáticos que llevan a cabo la policía y ejército no se les achacan a problemas estructurales de su formación contrainsurgente, anticomunista y antipopular, sino que se dice que son casos aislados, realizados por unas cuantas manzanas podridas que no comprometen a toda la institución castrense, en esencia democrática y que tanto ha servido a este país. Que aquí nunca ha habido torturas, sino que las personas detenidas se autoflagelan. Que en Colombia mueren más personas en el robo de celulares que por masacres y asuntos políticos. Que los miles de campesinos expulsados de sus tierras no son desterrados, sino migrantes que viajan libremente por todo nuestro territorio, porque su elevado nivel de vida les permite convertirse en turistas. Que a los CAI (Centros de Asesinato Inmediato), en donde fueron masacradas trece personas en las noches del 9 y 10 de septiembre, se les da más importancia que a los muertos, y se denuncia con gritos de dolor que fueron “vandalizados” e Iván Duque se disfraza de policía para justificar los asesinatos y respaldar a los criminales de 2 cuello verde. Que la misma alcaldesa que denuncia esos crímenes, sin embargo, sale en publicó con los jefes de la policía, ofreciendo recompensas por quienes con sobrada razón protestaron, y a los cuales se señala como vándalos. Que como en el lejano oeste en el siglo XIX y como lo hace ahora Donald Trump contra las autoridades de Venezuela, esa alcaldesa y su policía exhiben carteles con los nombres de los más buscados y a sus cabezas se les coloca precio. Que funcionarios de la alcaldía de Bogotá coinciden con el gobierno del subpresidente en señalar que las protestas de septiembre fueron producto de la acción del ELN y otras organizaciones que ellos denominan terroristas, como si no existieran razones de peso para que la gente protestara. Es el mismo país donde tantos (abogados, profesores universitarios periodistas, dueños de ONG…) se desgañitan por celebrar la supuesta separación de poderes como expresión de la “democracia colombiana”, pero que no pueden explicar por qué la “independiente” Corte Suprema de Justicia que dio orden de detención al señor de las sombras, se deja atemorizar y chantajear, permite que el propio detenido la insulte, la denomine mafiosa, incurra en nuevas calumnias e injurias contra Iván Cepeda, y que esa misma Corte se eche para atrás y transfiera el proceso a la Fiscalía de bolsillo, cuando debió ratificar su jurisdicción y enviar a una cárcel de verdad al preso No. 1087985 porque ha demostrado que es un peligro para Colombia y el mundo entero. Podríamos seguir enumerando ad infinitun las mentiras y estupideces que circulan en este país, para justificar y encubrir el terrorismo de Estado y a sus representantes más eximios, pero solo basta con mencionar lo sucedido recientemente, que parecería ubicarse en el terreno de la ficción. Si Gabriel García Márquez desplegó el realismo mágico, ahora nos encontramos ante el diletantismo cínico cuando se pretende “explicar” otro crimen de Estado. Nos referimos al asesinato a mansalva de Juliana Giraldo el jueves 24 de septiembre en una carretera de la zona rural de Miranda (Cauca). Esta mujer recibió dentro del automóvil en que se encontraba disparos de fusil por parte de un soldado, que le destrozaron la cabeza. Y aquí viene lo inverosímil, lo que parece de ciencia ficción, de ese cinismo extremo de que hablamos: el general Marcos Mayorga dice que “en el retén uno de los soldados siente que el vehículo va a obviar el pare y da un disparo que no está contemplando en ningún protocolo o entrenamiento, el soldado dice que disparó a las llantas para detener el vehículo y al parecer un proyectil cae en el pavimento, cambia la trayectoria e impacta contra Juliana”.
Esta inverosímil explicación, en concordancia con la lógica castrense criolla, no es nueva. Su primer antecedente se presentó hace un siglo. En efecto, el 16 de marzo de 1919 unos artesanos 3 fueron ultimados, con armas de fuego y con sevicia, por el ejército colombiano. Y luego de la matanza, un general de la República aseguró que había disparado al aire y no sabía cómo habían aparecido muertos. Esa genial explicación originó caricaturas y sátiras, porque no era comprensible para alguien en sus cabales que los tiros al aire resultaran matando personas. (ver caricatura), salvo que estas se encontraran colgadas entre las cuerdas.
Esas inverosímiles explicaciones, sin importar lo que se haya dicho después, son indicativas de una mentalidad militar dominante en Colombia, en la cual se puede matar de forma impune e inventar cualquier estupidez para justificar los asesinatos de Estado. Eso solo puede suceder en el país del realismo mágico, que ahora puede actualizarse diciendo que también es el país de las “balas mágicas”, de aquellas que tienen vida propia y no siguen las ordenes de quien acciona las armas, sino que hacen sus propias cabriolas, que en una lógica no castrense, son difíciles de aceptar porque violan las leyes físicas, pero que para los policías y militares colombianos son perfectamente validas, y hacen parte de su patriótica labor; esas balas en el aire o en el suelo se impulsan a sí mismas en forma inexplicable y terminan incrustándose en el cuerpo de la gente a la que se le disparó, como si tuvieran dentro de su corporeidad física la intención de matar, a como dé lugar, a los enemigos de la patria. Son como monstruos animados que se guían por la sed de sangre, como si las balas se hubieran convertido en sujetos automáticos cuyo movimiento no entendemos muy bien. Por supuesto, no es que los soldados y policías tuvieran la intención de matar, es que las armas se accionan solas y se dirigen hacia las gentes indefensas (artesanos y trabajadores en 1919 y una mujer en 2020). Las balas son mágicas y se guían por sí mismas, como si fueran drones programados para matar a alguien con antelación. Por eso, cumplen la misión que le han encomendado los héroes de la patria y rebotan en el suelo o circulan por los aires, pero finalmente, como si una mano invisible los condujera hacia su objetivo, terminan en el cuerpo de alguien que, indefectiblemente, muere. Esto es increíble, esto solo pasa en Colombia, donde además la historia se repite, siempre como tragedia.
En este país, terriblemente desigual, que linda con el infierno, violento, antidemocrático, donde impera la desigualdad de clase, de color de piel, de sexo, y es el reino del machismo y del elitismo… todos los días nos encontramos con algo nuevo que parece superar los límites de lo normal. Ahora vuelve a emerger algo referido a la violencia institucional, inverosímil pero que es presentado como si fuera natural y revive algo que se presentó hace un siglo, que si no fuera por su carácter trágico produciría risa, y que justificó una terrible masacre de Estado. Hoy como ayer, por obra y gracia de la policía y el ejercito Colombia queda demostrado que, en este país consagrado al Sagrado Corazón de Jesús, las balas son mágicas y la gente muere como si el plomo cayera del cielo o saliera del centro de la tierra.
Fuente: RL