La vida no vale nada en la patria de Macondo. Se mata y se muere con todo lujo de violencia, en el marco de una impunidad que ya no es sospecha sino certeza y señala directamente al presidente Iván Duque y a su mentor Álvaro Uribe.
Ambos son excesivamente cercanos a las llamadas milicias de Autodefensa Gaitanista, a los Clanes de narcotráfico como el del Golfo, y a latifundistas cocaleros que mantienen grupos militares privados. Estos y otros grupos como los disidentes de las FARC (la Estructura 10), y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) peinan los territorios que controlan, desplazando a las poblaciones y depurándolas cuando creen que están del lado de los contrarios, dejando cientos de asesinados, entre líderes sociales, comunidades campesinas y miembros de bandas rivales. Las masacres se suceden y el miedo y la zozobra se unen al temor por la pandemia.
La violencia que sacude hoy Colombia no tiene que ver con la guerra entre ejércitos que libraron las FARC y tropas gubernamentales. Lo de ahora es más bien delincuencial y se desarrolla en un bucle que parece no tener fin. La fragmentación de actores no favorece una vía de diálogo para acabar con las masacres. El conflicto tampoco es ideológico (está siendo denunciado por la dirección política de las FARC) sino por el control territorial y de poblaciones, algo que está ligado a la sobrevivencia, pero también al narcotráfico y la lucha por el monopolio de la extorsión. Los muertos los ponen sobre todo jóvenes campesinos, indígenas y afrodescendientes, siendo muchos los menores de 16 años.
El número de masacres (Naciones Unidas define las masacres como el asesinato de tres o más personas en un mismo ataque armado y por los mismos asesinos) en lo que llevamos de 2020 asciende a 53, con un número de asesinados que sobrepasa los 200. El Gobierno afirma que lo que denomina “homicidios colectivos” tiene como causa el narcotráfico. Pero conozco lo suficiente Colombia como para saber que el problema principal es la ausencia del Estado en regiones enteras de Antioquía, Nariño, Santander, Arauca, Valle del Cauca, Cúcuta. Sencillamente el Estado se retiró a territorios más controlables del país, particularmente a las grandes y medias ciudades y sus entornos, dejando el campo libre para una lucha entre grupos delincuenciales por el control de la economía y de la política en amplias zonas sin Estado.
De hecho, la victoria sobre grupos criminales vendrá de la mano de lo que deberían ser ofertas institucionales por un desarrollo alternativo que contemple la reforma agraria, la salud, la educación, la justicia y la promocisón de la sociedad civil. Pero Iván Duque no está por la labor y su padrino Uribe se encuentra en arresto domiciliario acusado de obstrucción a la justicia. Ocurre que, a los derechistas, “tocados” en el Congreso y el Senado por los narcos, siempre les ha venido bien que cientos de miles de kilómetros cuadrados estén desocupados por las instituciones y gobernados de facto por bandas armadas, milicias fascistas y clanes del narco, con todas las cuales tienen negocios. De hecho, la oposición a la paz de Álvaro Uribe no era por una cuestión moral, sino por la idea práctica de que se pusiese fin a la anarquía militarizada que siempre le ha dado dividendos. El caos organizado era y todavía es su mejor aliado.
Lo cierto es que cuando actuaban, las FARC y su fortaleza, hicieron de contrapeso a la ausencia del Estado en lo que se refiere al orden. La firma de la paz, tan esperada y tan necesaria, trajo una esperanza. Duró poco. Enseguida las fuerzas derechistas contrarias a la paz y al presidente Juan Manuel Santos tomaron el camino más eficaz para debilitar los acuerdos: matar a combatientes desmovilizados. En realidad, optaron por la continuidad de las matanzas realizadas contra la Unión Patriótica, a partir de 1984, que por entonces decidió desmovilizarse de acuerdo con el Gobierno. Nada más firmarse la paz el 26 de septiembre de 2016 comenzaron a caer los primeros desmovilizados de las FARC. Desde entonces hasta la actualidad son ya 229.
La verdad es que un escenario parecido al actual se vislumbraba hace cuatro años y fue una de las razones por las que algunos dirigentes de las FARC se desvincularon de los acuerdos de paz. Entre ellos, Iván Márquez y Jesús Santrich, que aspiran a tener la fuerza que tuvieron en su Nueva Marquetalia. Ambos fueron expulsados del partido. En mi opinión su decisión es mala para Colombia, para las FARC hoy integradas en la sociedad y en la política, y mala también, muy mala, para las poblaciones.
¿Hacia dónde va Colombia? Parece que a perpetuar su violencia. Y, ¿no tiene nada que decir la comunidad internacional? ¿Naciones Unidas? ¿La Unión Europea? Tal vez sea la calle el actor político más idóneo para presionar a los agentes políticos de todos los signos, a que respeten la voluntad de paz de la población. Sin rostros muy conocidos, la multitud anónima, cargada pacíficamente de reivindicaciones legítimas, sea tal vez la fuente más real de una nueva esperanza. Hoy, las redes facilitan la movilización. Ojalá está sea la nueva noticia que frene las masacres y renueve un nuevo impulso por la paz.
¿Se puede? Se puede. Muchos de los que enarbolaban pancartas en las calles hace un par de años contra el Gobierno, hoy están gobernando: la alcaldesa de Bogotá, Claudia, López Hernández, el alcalde de Medellín, Daniel Quintero, y el de Cartagena, William Dau Chamat, entre muchos otros. Se puede y se podrá.
Fuente: Alainet