La pandemia del coronavirus va dejando estragos por donde pasa. En América Latina, esta crisis no da tregua y se ha colmado de banderas blancas, símbolo de hambre y de pobreza. En medio de este amargo escenario, ha renacido una vieja forma de resistencia y solidaridad, demostrando, así, que no todo está perdido.
La pandemia del coronavirus va dejando estragos por donde pasa. En América Latina, esta crisis no da tregua y se ha colmado de banderas blancas, símbolo de hambre y de pobreza. En medio de este amargo escenario, ha renacido una vieja forma de resistencia y solidaridad, demostrando, así, que no todo está perdido.
Independientes, sin distinción de nacionalidad, edad o religión, y con mucha esperanza, las ollas comunes han tomando las riendas de la lucha contra el hambre en países como Perú y Chile. “Si tu vecino tiene hambre, debes ayudarlo”, dice Jéssica Aguilar, residente en la comuna de Conchalí, en la Región Metropolitana de Santiago, y presidenta de una olla común.
Según cuenta a La República, su familia no se ha visto afectada económicamente por la crisis. Sin embargo, es consciente de la necesidad que abunda en las comunas de su país como producto de los despidos y el desempleo, acentuados por la COVID-19.
“Iniciamos la olla común primero para los adultos mayores y las personas con discapacidad. Les dábamos almuerzo para que no salieran a trabajar. Luego empezó a crecer el hambre y decidimos hacer más comida. Actualmente alimentamos a más de 200 personas a diario”, indica Jéssica.
“La verdad solo trabajo por mis vecinos, que están viviendo una situación muy precaria. La necesidad y el hambre que veo me hacen ponerme en sus lugares. Creo que es porque de pequeña también pasé por lo mismo. El hambre es horrible”, agrega.
Jéssica, junto a otras 25 personas, se turnan durante la semana para trabajar en la olla común desde muy temprano. Ocupan prácticamente todo el día en preparar los alimentos y entregárselos gratuitamente a quienes vienen a solicitarlo.
Muy cerca de la zona, Juana González preside una olla solidaria que extiende su ayuda a cerca de 300 personas. Forma parte de un grupo llamado ‘El pueblo ayuda al pueblo’ y su actividad, con respaldo del Colegio Metodista de Santiago, llega también a otras comunas.
“Solo exigimos que lleven mascarillas y mantengan la distancia. Siempre hay filas largas. Vienen de todos lados, incluso gente en situación de calle que no tiene dónde recibir la comida. A ellos les damos un recipiente y si quieren llevarles a otros, también les damos”, comenta Juana.
Inseguridad alimentaria severa
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) revela que las consecuencias de la pandemia en América Latina ha afectado a varios países de la región, no solo con altos números de contagios y de muertes. Actualmente, más de 14 millones de personas sufren por “inseguridad alimentaria severa”, es decir, pasan hambre. El impacto de la COVID-19 ha sido evidentemente demoledor. ya que en solo medio año sumó 11 millones a esta categoría. Pese a ello, hay resistencia y unión por sobrevivir.
“Si nos rendimos, ¿qué vamos a comer?”, dice Celeste Choupis, quien lleva un embarazo de alto riesgo, y, pese a ello, se organiza a diario con sus vecinos para pedir dinero en las pistas y cocinar algunas raciones de comida para los que más necesitan.
En Carabayllo, un distrito en el cono norte de Lima, varias familias se han quedado sin trabajo y sin manera de conseguir ingresos por temor al coronavirus. El Gobierno peruano considera a esta zona como ‘no pobre’, sin embargo, su localidades más periféricas evidencian lo contrario.
Para conversar con Celeste, en el asentamiento humano el Mirador de Torreblanca, hay que escalar un cerro, varios metros hacia arriba. El agua potable aún no ha sido instalado y los pobladores cocinan a leña.
“Si pudiera trabajar, trabajaría, pero mi embarazo no me permite. Mi pareja era mesero y después de la pandemia se quedó sin trabajo y hacemos lo que podemos porque además debo tomar medicación”, expresa la joven madre.
Ninguno de los bonos entregados por el Estado favoreció a su familia. Tampoco a sus vecinos. Esto los obligó a organizarse para conseguir alimento.
“Un grupo baja a la pista y pide dinero a los carros. Se quedan hasta el mediodía aproximadamente para recaudar dinero. Otro grupo va también a hacer las compras y otros cocinamos. En total, hacemos como 70 platos”, dice Celeste.
Cerca del Mirador de Torreblanca se ubica el asentamiento humano Nadine Heredia. La olla común en ese sector, ‘Rayito de luz’, ofrece almuerzo diario a cerca de 50 familias. Siguen el mismo proceso de recolecta y reciben de vez en cuando ayuda de parte de una organización.
“Hay otras personas que nos ayudan regalándonos papas, verduras u otras cosas en los mercados. Con eso cocinamos. Acá hay muchos niños y personas de tercera edad que no tienen qué comer”, manifiesta Rosa Sigueñas, encargada de la olla común.
“La única comida del día”
Las situación es la misma en varias zonas del distrito. La mayoría de cerros, sino todos, llevan el distintivo de las banderas blancas del hambre. Sin embargo, hasta en este escenario existen diferencias. Hay quienes pueden conseguir solvento apelando a la solidaridad de organizaciones, y, de esta manera, proveer su olla común. A otros solo les queda voltear sus bolsillos y esperar la voluntad de las autoridades.
Hilda Montañez, del asentamiento Nadie Heredia parte baja, denuncia que el día anterior a ser entrevistada por La República, vio pasar por su calle canastas de víveres y ninguna tocó su puerta ni la de sus vecinos.
“Lo que hacemos es juntar sencillos y comprar lo que se puede. Hay algunos ‘chamos’ que también vienen y nos apoyan. Para varios de nosotros esta es la única comida del día”, asegura.
Ella junto otras tres madres de familia hacen lo posible para luchar contra el hambre y beneficiar a otras 60 personas.
En San Juan de Lurigancho, uno de los distritos más golpeados por la pandemia en Lima, Edgar Álamo Cobeñas, de 30 años, se muestra angustiado por lo que le toca vivir a él y a los otros pobladores del asentamiento humano Jorge del Castillo.
“Once de mis familiares se han muerto por coronavirus. Ellos viven en Lambayeque y yo no puedo siquiera ir a despedirme. Es lamentable y llega a lo más profundo”, describe Edgar.
Aún así, sostiene, le “toca levantarse” y continuar por su familia y sus vecinos. Actualmente trabaja para convertir la olla común de su localidad en un comedor popular.
“La población está tratando de una u otra forma salir a adelante gracias a las ollas comunes. Llevamos un plato de comida a casa para poder continuar. Necesitamos más apoyo, más alimentos para seguir haciendo esto posible”, asienta.
Los efectos en la economía chilena producto del virus ha causado estragos en los hogares de Chile, en un clima de alta dificultad son mujeres quienes lideran alternativas en respuesta a las responsabilidades que el estado no ha logrado resolver y a pesar de las restrictivas cuarentenas que limitan las posibilidades de moverse, las clásicas ollas comunes y sistemas de reparto de alimentos desde casa, son algunos ejemplos locales para paliar la situación de hambre.
El Mostrador Braga indagó en dos modelos de ollas comunes levantadas por mujeres en la ciudad de Santiago, ambas encarnan las dos caras de la realidad asistencial, por un lado la proactividad de la fuerza comunitaria en ayuda a los más desprotegidos, y por otro, el rostro más crudo del abandono social. Con las mujeres al frente una pregunta queda por plantear, ¿son las ollas comunes una nueva arista de la feminización de la pobreza?
Cuarentena y ollas comunes, el encierro no es una excusa
Sonia Retamales vive en el Barrio San Borja y organizó con dos amigas más un sistema de reparto de comida, “en realidad esto no es una olla común porque territorialmente no tenemos espacio, no hay junta vecinal, acá hay muchos edificios, no tenemos un lugar que tenga las condiciones higiénicas para poder levantar una olla común, pero nosotras comenzamos a cocinar en nuestras casas los sábados y a comprar envases de plumavit y salíamos con los carros de la feria a repartir”, cuenta, para introducir cómo comenzó su iniciativa en el céntrico barrio de Santiago, el que además históricamente ha estado marcado por la indigencia.
“De hecho la remodelación San Borja antes era el hospital San Borja, acá siempre ha habido recintos de salud y afuera de los lugares de salud siempre ha habido gente en situación de calle. Cuando empezó la cuarentena, Santiago Centro entró de las primeras comunas y nunca ha salido, porque además está cerca de la plaza de la dignidad así que nunca va a salir de la cuarentena obligatoria”, explica.
En la comuna de la Cisterna se encuentra Pía Figueroa quien organiza una olla común en su barrio a partir de la iniciativa de un vecino que recolecta pan para los abuelitos de la villa, “mi vecino Jonathan se da cuenta que hay muchos abuelitos que viven solos, él conversa con el vecino de la panadería quien accede a donar todo el pan que queda a diario y él se encarga de repartirlo a la hora de once a los abuelitos de la villa. Cuando yo me entero que está haciendo esto, me acerco con la intención de ayudar, pero como veo que tiene resuelto el tema del pan de la once, le digo que deberíamos hacer una olla, a lo que respondió yo estoy de acuerdo, pero no tengo más manos y ahí comenzamos a conversar”, así describe el inicio de esta actividad comunitaria.
A lo que continúa “y bueno esta villa es muy antigua, entonces se empezó a sumar gente, principalmente las vecinas. Actualmente somos una organización muy pequeñita donde nos repartimos las tareas de abastecimiento, redes sociales para que la gente sepa lo que estamos haciendo y pueda aportar dentro de sus posibilidades, la gente de acá ayuda con mercadería y la gente de otros territorios aporta con dinero y nos estamos juntando tres veces a la semana a cocinar almuerzo. Nos conseguimos la sede social, la que funciona como centro de acopio, cocina y punto de despacho”, puntualiza.
Las formas de organización social responden a las posibilidades que el ambiente ofrece, en la comuna de Santiago las cuarentenas estrictas desde un inicio de la pandemia y la carencia de espacios vecinales no permiten levantar una olla común, pero la necesidad de ayudar no ha tardado en adaptarse, es por esto que Sonia explica, “hicimos el Instagram @alcanzaparatodxs y empezamos a buscar voluntarias, ya tenemos 30 voluntaries , yo le digo voluntaries pero hay sólo un hombre que es el pololo de una de las chicas que se ofreció” y es que las plataformas digitales han servido también para permitir organizar a las personas en torno a una causa común.
En ese sentido Sonia describe que se dio de una forma muy orgánica “se me ocurrió buscar voluntarias, porque muchas personas escribían a mi Instagram personal que querían ayudar, pero algunes tienen condiciones de salud que son complicadas, o están a cargo del cuidado de niños, o teletrabajan y no pueden y se me ocurrió armar esta red para hacer esta especie de olla común indoor, urbana, no sé cómo llamarlo, porque son muchas personas cocinando simultáneamente desde sus hogares”. Además la agrupación funciona como centro de acopio y reparten diversas ayudas como carpas, colchones, plásticos, mantas térmicas, ropa de invierno, ropa interior y calcetines, toallas higiénicas, preservativos, material desinfectante e incluso comida de perros.
Mujeres organizadas
Ha sido una constante en el tiempo que en gran parte de los casos las mujeres hayan liderado ollas comunes en respuesta a situaciones de apremio y hambre, sin embargo algunas voces desde el feminismo han alertado y se han mostrado críticas respecto del rol doméstico que la sociedad ha asignado a las mujeres, quienes han sido responsables de la reproducción, crianza, cuidados de niños y mayores y sostén emocional, mirada que no ha estado exenta en lo que va de esta pandemia, saliendo a la luz pública la precariedad en que muchas mujeres deben sortear el día a día en diversos aspectos de su vida, pero más allá de ello siguen siendo mujeres las que se hacen presentes en estas organizaciones.
Con respecto a esto en la olla común de la Cisterna “los roles de género están súper establecidos, o sea las mujeres cocinan, los hombres traen la comida y no nos gusta nada eso, entonces ahora los chiquillos están empezando a sacarse las manos de los bolsillos. Funciona igual como una casa antigua donde las mujeres toman las decisiones, pero parece que no y donde los hombres supervisan y hay mucho mansplaining”, explica Pía y continúa “Entonces eso ha dado espacio para discusiones súper potentes y ha sido complejo y divertido porque los hombres saben que si nosotras paramos la producción no hay comida y también ellos se sienten necesarios en el sentido de quetambién pueden participar. Se han dado cuenta que pueden pelar un par de papas y no se les va a caer ninguna piocha”, dijo.
La diversidad también ha estado presente según relata la organizadora, “ha sido espacio para la apertura de otros temas también, como por ejemplo hay dos vecinos que son pareja y ellos aportan y están en la organización y no es tema, hay mucha naturalidad en torno a esto”. Hablar sobre perspectiva de género en algunos estratos socioeconómicos resulta complejo, ya que estos roles se encuentran muy asentados y estas reuniones en torno a una causa común están desarrollando un aprendizaje social que ayuda a cristalizar otras luchas.
Por otro lado, Sonia y sus voluntarias también practican la perspectiva de género en su iniciativa“lo que yo creo que sucede con estas iniciativas que son levantadas por mujeres, es que la sociedad patriarcal le ha dado el rol y le ha designado la tarea del cuidado y de la crianza y creo que se está resignificando este rol y se está viviendo más como liderazgo”, expone.
Respecto de la participación mayormente femenina en su organización opina “yo siento que la mitad está consciente de que están compartiendo un espacio feminista o con perspectiva de género, a muchas les pasa que dentro de sus propias casas son las que cocinan, las que hacen todo”, punto relevante y llamado a la reflexión “ha sucedido que el día de repartir me dicen -pucha… es que hoy tengo que cocinar, tengo que cuidar a mis hijos y déjame preguntarle a mi pareja si es que puedo ir a buscar los envases- ¿por qué no son parte de la iniciativa? O sea ella es la que trabaja, cuida a los hijos, cocina, baja los envases y sus compañeros en la casa o no cachan lo que están haciendo o ven que cocina veinte porciones por día y no le pregunta para qué, ni para quién. Yo siento que muchas de mis voluntarias están haciendo esta iniciativa porque es inherente a la mujer este rol de cuidar y de ayudar, pero muchas de ellas no están ejerciendo el feminismo en sus espacios íntimos”.
Paralelamente Pía expone una realidad muy similar en su barrio “hay chiquilas que trabajan en la olla y se llevan comida a su casa, no porque no tengan para comer, si no porque si ellas no están no hay comida en sus casas, entonces eso es fuerte. O sea el tiempo que ellas están invirtiendo es tiempo que deberían destinar a sus familias, no hay una familia comprometida detrás que diga anda a tú a cocinar a la olla y nosotras resolvemos acá y te esperamos con almuerzo y con el aseo hecho mientras tu llegas, entonces el tiempo que invierten acá no les sale gratis”.
Aunque el feminismo ha logrado instalar sus ideas en el debate público, donde incluso puede verse que las ollas se proclaman feministas, sigan haciéndose presente en ellas formas de relación patriarcales o machistas que ponen como condición que antes de participar socialmente deban cumplir con las labores que históricamente se las ha asignado.
No romantizar la ayuda social
Finalmente, aunque las organizaciones sociales han logrado mostrar una vez más la solidaridad de la que son capaces las clases populares cuando se ven afljidas, peligroso sería romantizar estas acciones puesto que asumen una responsabilidad que en rigor corresponde al estado y sus instituciones.
Al respecto, Sonia ve posible organizar al pueblo a través del desarrollo modelos de autogestión, autoformación y auto-organización que inviten a la construcción de nuevas políticas públicas “yo creo que hace justicia esta forma de organización, porque no queremos que la gente se muera de hambre y es súper cliché, pero solamente el pueblo ayuda al pueblo, porque no hay educación cívica, ni conciencia cívica para usar la institucionalidad, por eso nosotros paralelamente estamos trabajando en armar una ONG que apunte a dar solución a las líneas que no se están tocando”, explica y propone“hay que empoderar a través de la participación ciudadana y las políticas públicas, por ejemplo a través de la iniciativa popular de ley que incentiva a que todas las cosas que nos preocupan o que el gobierno está al debe, las podemos transformar en una demanda social en forma de iniciativa popular de ley, desde el pueblo y para ayudar al pueblo, pero a través de las políticas públicas que en el fondo son la gran deuda que tiene le estado”.
Desde otra mirada Pía en su experiencia de olla común reflexiona “ahí hay un tema que nosotros conversamos mucho y pasa lo siguiente, nos sentimos bien porque hoy día comieron 150 personas gracias a que hay una olla, pero estamos enfurecidos de tener que cocinar para que hayan 150 personas que coman, hoy hay una necesidad que está cubierta, pero se entiende que no deberíamos estar haciendo eso, entonces es una sensación de impotencia constante”.
“Nosotros nos sumamos un poco a esa romantización cuando decimos el pueblo ayuda al pueblo y es la única forma, pero entendemos que no está bien que no estén las condiciones de dignidad suficientes a nivel nacional y que se tengan que suplir con estas cosas que son asistencialismo. Entonces romantizar la olla diciendo que esto es lo único que nos va a salvar, no, la olla nos va a hacer sobrevivir, para que después podamos ver cómo entre todos arreglamos esta situación que es muy preocupante, o sea acá está el 85% de la gente sin trabajo, esto aberrante”, finaliza.
Por Edwin Azaña
Hay una dura contienda que se libra a diario en la cima del cerro San Pedro. Un lugar alejado del centro de Chimbote en la región Áncash. En esa zona, tres mujeres de distintos asentamientos humanos organizan a sus vecinas para preparar ollas populares. A veces a leña o con balones de gas, sus ollas y cocinas han alimentado a sus familias y también a niños, ancianos y adultos de los barrios más pobres del puerto de Chimbote en la provincia de El Santa.
Katia, la soñadora
Katia Villarreal tiene 29 años y tiene la apariencia de una adolescente. Lidera a un grupo de vecinas con quienes pela papas, lava arroz y acomoda la leña para preparar almuerzos solidarios. Ella vive en el asentamiento humano ampliación El Mirador. Es mediodía y en el frontis de su casa de esteras varias personas hacen cola para recibir una ración de alimentos. El menú del día es un puré de papas con arroz, acompañado de ensalada. Ningún tipo de carne a la vista. Otros días con más suerte, el vecindario puede saborear unos tallarines rojos, arroz chaufa o locro de zapallo.
Sus vecinos comensales pagan una cuota solidaria de S/ 2 que se usa para la compra de productos. Algunas semanas también tienen el apoyo de colectivos civiles que les proveen de alimentos. «Preparamos unos 40 almuerzos al día. Nosotras mismas vemos la forma de cómo conseguir los productos. Algunos vecinos ponen algo y también nos ayudan otras personas. Una vez tenía pota y la usamos para hacer chicharrón. Siempre buscamos la forma de ayudarnos», cuenta Katia.
Katia trabajaba antes de la pandemia en un puesto de golosinas del mercado El Progreso, a pocas cuadras de la Plaza de Armas de Chimbote. Es madre soltera, pero ha podido recibir el apoyo del padre de su hijo. Los bonos económicos del Estado, en cambio, nunca llegaron a sus manos. Ahora ella distribuye su tiempo entre el cuidado de Sahit de 3 años de edad, la salud de su madre y la organización de la olla popular en su asentamiento humano.
Un par de piedras y pedazos de leña se usan para cocer los alimentos que serán repartidos a unas 50 personas. Mientras cocina, Katia dice que el apoyo es importante entre todos y que de hacerlo serán bendecidos. Lo dice con fe, la misma que le da fuerza para construir, algún día, su casa de esteras.
Carmen, la luchadora
Desde que se decretó el aislamiento social obligatorio, una de las primeras ollas populares que se organizó fue en el asentamiento humano Jesús de Nazareth. Carmen Paredes López tiene 37 años y es una de las vecinas que lidera al grupo de mujeres de su barrio. Antes del anuncio de emergencia nacional, ella trabajaba reciclando envases de plástico y otros objetos para ganar S/ 25 por día. En un día, ha cocinado para casi 60 personas, entre ellos sus cuatro hijos a los que mantiene sola.
«Aquí no ha llegado ningún tipo de ayuda. Ni las canastas de alimentos de la municipalidad de Chimbote ni el bono de S/ 760 que entrega el Gobierno. Nada. Pero igual nos organizamos para repartir almuerzos», denuncia.
Carmen y sus compañeras han preparado pescado frito con arroz y algunos huevos hervidos. Por las mañanas preparan desayunos, pero hay días donde solo sirven té. «Lo más difícil de todo esto es conseguir los alimentos. Esta pandemia me cogió sin plata, pero felizmente no he dejado de dar de comer a mis hijos. Pasar todo esto sin dinero es muy difícil», lamenta.
Cada tarde junto a sus vecinas salen a vender papa rellena y cachanga para ganarse unos S/ 40 que reinvertirán en la olla popular. Las madres coraje de Chimbote pelean solas contra algo tan difícil como el virus: el hambre.
Carmen cuenta que a la par de las ollas populares debe atender la educación de sus hijos. En su casa el único televisor que tenían se malogró. Ahora sus hijos visitan a sus vecinos para ver el programa educativo “Aprendo en casa” que lanzó el gobierno y que se emite por señal abierta.
Patricia, la optimista
Patricia Herrera, de 28 años, trabajaba como ayudante de cocina en un puesto del mercado Modelo. Los S/ 20 que ganaba al día por una jornada de 10 horas le servían para mantener a sus cuatro hijos. Por ahora, lo que gana su esposo Ricardo en trabajos temporales los mantiene, aunque con carencias y dificultades. «Me hubiese gustado que me llegara algún bono [económico], alguna ayuda de la municipalidad, pero nada he recibido», responde indignada.
Hasta hace dos semanas, junto a sus vecinas, organizaba una de las ollas populares del asentamiento humano Mi Paraíso. Sin embargo, el olvido y los pocos recursos económicos hicieron que las vecinas paralizaran la olla popular. Casi 60 personas que asistían por una ración de alimentos se quedaron sin un plato de comida.
«Hemos visto que la municipalidad repartía víveres por otro lado, pero aquí nada. Ahora cada uno debe ver cómo alimentarse”, señala Patricia. Para preparar arroz con menestra, arroz con huevo frito o cocinar las vísceras y patas de pollo, se apoyaban en los mercados. Allí les donaban algunos productos. “Hay que seguir adelante, esto es solo una prueba que nos pone Dios. Hay que unirnos en las buenas y en las malas», asegura con optimismo.
Chimbote en alerta
Áncash es una de las 7 regiones que continúa en cuarentena, a pesar de la suspensión en todo el país. De acuerdo a la Dirección Regional de Salud de Áncash (DIRESA) se registran 11 435 personas contagiadas y 742 fallecidos al 4 de julio. Casi más de la mitad pertenece al distrito de Chimbote, y otro tanto a Nuevo Chimbote. Ambas ciudades son las más golpeadas por la pandemia, pero también de su economía.
Es así que las mujeres del puerto de Chimbote levantaron 45 comedores populares en las zonas más pobres, pero la mitad tuvo que cerrar. Algunos por falta de apoyo y otros por contagios de COVID-19. Las ollas solidarias que persisten reparten en promedio 50 almuerzos diarios. Las mujeres coraje de los comedores en lo alto de Chimbote también están en primera línea de batalla. Katia, Carmen y Patricia salvan vidas con sus ollas.
Roberto González Vaesken, gobernador de Alto Paraná aseguró que en la zona aún se encuentran conteniendo los casos positivos de COVID-19, en comparación a Brasil. Aseguró que debido al cierre de frontera con el vecino país, desde la Gobernación comenzaron a brindar ayuda social a las personas.
“Creo que Alto Paraná es la zona más golpeada de todo el Paraguay, tenemos el inconveniente de que la mayor entrada al país es el puente de la Amistad, a partir de ahí tenemos la necesidad de reactivar el comercio, pero la impronta hoy es el tema elevado que tenemos en Brasil. Hasta ahora esta contenido, la gente en un momento habló de cerrar Ciudad del Este, eso va a crear una mayor crisis atendiendo de que tenemos la problemática de que por la cadena de crédito el Puente es prácticamente el 95% o más del pulmón de Ciudad del Este y de las ciudades vecinas”, refirió.
Asistencia:
Indicó que cuentan con 770 ollas populares para distribuir entre 70 mil personas aproximadamente. Además, mencionó que se encargan de repartir kits alimenticios en conjunto con la Secretaría de Emergencia Nacional (SEN).
Agregó que esta semana se habilitaron ocho nuevas camas de terapia intensiva en el Hospital Regional del IPS en Ciudad del Este, por lo que el servicio duplica su capacidad, llegando a 16 unidades en este servicio. En total suman 32 las camas de terapia, a nivel departamental.
Economía:
«La economía esta muy resentida, los comercios están cerrados. Terminaron despidiendo personas. Hoy esta completamente paralizado. Tal vez seamos la región más golpeada porque no tenemos otra forma más que producir”, manifestó.
Por Maia Jastreblansky
Claudia Carabajal se sobresaltó. Eran las 2.30 y le tocaban el timbre. Aturdida por el sueño interrumpido, abrió de par en par y se encontró con el policía del barrio. El uniformado le avisó que habían entrado a robar en el local partidario donde montó un comedor para darle el almuerzo a unas 302 personas, en Villa Hidalgo (San Martín). En el medio de la noche, habían forzado la puerta y se habían llevado las dos ollas y todos los alimentos para el día siguiente.
“Fue traumático . Hoy no sé si le estoy sirviendo un plato a la persona que me robó. Pero lo entiendo, porque la mano está muy complicada”, dice Claudia, que no pierde el buen humor a pesar del mal trago. Histórica referente del barrio, hoy convive con su nuera y sus nietos porque su hijo contrajo coronavirus. Para que no lo trasladaran, él se aisló en su casa y mudó a su familia.
Hidalgo fue una de las primeras villas del conurbano con circulación de Covid-19. El operativo DetectAR de búsqueda activa de casos hizo un recorrido hace quince días y entrevistó a 1977 personas, pero no encontró casos sospechosos. Los vecinos aseguran que suman 53 los casos en el barrio. La municipalidad de San Martín, uno de los distrito con mayor tasa de testeo, intenta por protocolo trasladar a los contagiados a alguno de los cuatro centros de aislamiento del municipio. Pero, en la práctica, muchas personas se resisten a dejar su casa. La situación se repite, idéntica, en distintos barrios vulnerables del conurbano.
LA NACION pudo realizar una recorrida desde La Matanza hasta San Martín junto a Fernando “Chino” Navarro, secretario de Relaciones Políticas y Parlamentarias de la Jefatura de Gabinete y el diputado Leonardo Grosso (Frente de Todos), ambos referentes del Movimiento Evita. Con oficina en Casa Rosada y llegada directa a Alberto Fernández, Navarro le transmite al Presidente el termómetro de la cuarentena estricta en el cordón más crítico del país . Una de las mayores preocupaciones del Gobierno es que la crisis sanitaria no derive en un desborde social.
En medio de una cuarentena de “shock”, en los barrios vulnerables el riesgo del coronavirus hoy se vive como una elemento más de un problema de fondo económico y habitacional. Los vecinos se cuidan, pero parece casi imposible sostener un confinamiento total en lugares donde la vida social tiene a la calle como escenario principal.
Las mujeres de los comedores se convirtieron en la columna vertebral que sostiene a los barrios en cuarentena. Changarines, mujeres del servicio doméstico y cartoneros que perdieron sus ingresos dependen enteramente de ellas para asegurar un plato caliente.
“Antes los veíamos tomar el colectivo para ir a trabajar, ahora hacen la fila acá, muchos tienen vergüenza de venir por primera vez”, comenta Claudia.
Al fondo del barrio, cerca del Camino del Buen Ayre, Pamela y sus hermanas apuran un guiso de arroz en el comedor “Los Pichones de Hidalgo”. Y a unas pocas cuadras Verónica, Silvia y otras colaboradoras, cocinan pollo en una olla altísima en la Capilla Nuestra Señora de Luján. Ambas trabajaban por separado, pero por el virus decidieron compartir la cocina y aunar esfuerzos, con equipos rotativos para dispersar el riesgo de contagio. Según anotaron en sus cuadernos, en marzo entregaban 90 viandas y hoy reparten 243.
A tres meses y medio del inicio del confinamiento, llegaron a un importante nivel de organización interna: si Claudia da el almuerzo, Verónica, Silvia y Pamela entregan merienda y cena. “Necesitamos que salga la ley Ramona”, comenta Verónica en alusión al proyecto que impulsa un bono de $5000 para las trabajadoras de los comedores.
Contagios y asistencia
Según datos del Ministerio de Desarrollo Social, en las primeras semanas de la cuarentena se registró un salto en la demanda alimentaria, de 8 a 11 millones de personas. La cartera que conduce Daniel Arroyo inició la gestión con 3000 comedores certificados y hoy va hacia la oficialización de unos 5000, que reciben fondos directos para la compra descentralizada de alimentos. A ese número hay que agregarle cientos de centros y de ollas populares no registradas, que se nutren de alimentos provistos por los municipios, las organizaciones sociales, las entidades religiosas y las donaciones particulares. En abril, Nación transfirió $500 millones a provincias y municipios. Hoy ese monto asciende a $2000 millones. Frente a la parálisis total de la economía informal, la ayuda corre desde atrás.
“La mayor dificultad es económica. Los barrios populares reciben asistencia del Estado y tienen redes de organizaciones sociales muy extendidas pero a todos nos da la sensación que eso no alcanza”, comenta Grosso.
Los contagios también comenzaron a dificultar la asistencia alimentaria. En el barrio 30 de Agosto, Lomas de Zamora, por ejemplo, el comedor de Damián Altamirano daba almuerzo y merienda a buena parte de los vecinos, pero comenzaron los contagios y debió cerrar. Pasó a un esquema de reparto de bolsones de comida cada 15 días.
DetectAR
En Las Antenas (La Matanza), Ezequiel Morán espera bajo un gazebo azul, enfundado en un overol blanco, con un termómetro digital en la mano. Vecino del lugar, comenzó a trabajar en el programa “El barrio cuida al barrio”. Hace prevención sanitaria de 9 a 16 y le pagan $7500. “Yo perdí la changa que tenía porque ya no puedo ir a Capital Federal, por eso empecé este trabajo. Me cuido mucho porque no quiero contagiar a las nenas”, dice, en alusión a sus cuatro hijas.
Ezequiel serpentea por los pasillos, estrechísimos, que tiene el asentamiento y frena en su casilla. Su familia duerme en un espacio de unos dos metros cuadrados. De otro lado de una cortina hay otra familia, de once integrantes. Todos comparten el baño. Parece imposible, pero, por la cuarentena, los niños se quedan adentro.
“La pandemia colocó a la Argentina patas para arriba y pudimos ver lo que estaba abajo de la mesa”, comenta Navarro.
El cumplimiento de la cuarentena estricta en Las Antenas es dispar. “Al principio todos se cuidaban mucho. Pero ahora algunos empiezan a decir que no saben si es tan grave. Muchos pibes andan sin barbijo y ya hacen juntas”, comenta Noemí, que montó una olla en el pequeño patio de su casa, en el medio del asentamiento. Se llama “Comedor Siempre Feliz”.
Hasta la llegada de la cuarentena, ella trabajaba en un geriátrico y su marido, Diego, en un taller de calzado, como buena parte de los vecinos del barrio.
Hoy, Diego es uno de los que acompaña a los promotores del operativo DetectAR en el barrio. Asegura que s in la presencia de un referente barrial, es muy difícil que los vecinos abran la puerta a los empleados públicos.
Avanza la tarde y Ezequiel y Diego vuelven al gazebo azul, en la entrada del barrio. El turno de hoy ya terminó. Ya pueden sacarse el uniforme y, como el resto de sus vecinos, volver a perderse en los pasillos.