El 1 de junio de 1921 en la masacre de Tulsa 300 afroamericanos fueron asesinados por los racistas que, además, quemaron sus casas. Durante años Estados Unidos ocultó los hechos..
Los recientes disturbios recuerdan a los que se produjeron en el barrio de Watts. Los Ángeles, en 1965 o a los sucedidos también en Los Ángeles, pero en 1992, después de que un jurado compuesto únicamente por blancos absolviera de los cargos que pesaban sobre ellos, a los policías responsables de la brutal agresión del taxista negro Rodney King.
En el caso de Mineápolis, los disturbios se producen, además, cerca del 1 de junio, fecha de la conocida como Masacre de Tulsa, unos disturbios raciales acaecidos en 1921 que, a pesar de los intentos del Gobierno de Estados Unidos por ocultarlos durante décadas, vieron finalmente la luz en 1996. Tras una comisión de investigación concluida en 2001, los supervivientes y herederos de las víctimas comenzaron a ser reparados.
Situada en el estado de Oklahoma, a orillas del río Arkansas, Tulsa era, a principios del siglo XX, una próspera ciudad gracias a los beneficios que generaba el petróleo que se extraía en la zona y que permitía el florecimiento de empresas vinculadas a esa industria, como refinerías o fábricas de tuberías para oleoductos. Una bonanza que se materializaría en la construcción de suntuosos edificios, la venta de automóviles, la apertura de comercios de lujo y la modernización de los servicios públicos, como la puesta en marcha de una vasta red de tranvías eléctricos y la construcción de auditorios, teatros, estadios deportivos, escuelas o su propio aeropuerto en 1919.
No obstante, el centro de la ciudad y los barrios residenciales estaban destinados únicamente a la población blanca. Los pocos negros que vivían en esas zonas eran los empleados de servicio de los millonarios blancos. El resto, alrededor de diez mil afroamericanos, lo hacían en Greenwood, un barrio a las afueras de Tulsa que los blancos supremacistas denominaban Little Africa, pero que los negros del lugar preferían llamar Black Wall Street por su gran actividad empresarial. Greenwood funcionaba como una pequeña ciudad dentro de la gran urbe, aunque solo para la población negra. Tenía periódicos propios, comercios, locales de ocio, profesionales cualificados con educación universitaria, iglesias, escuelas, hoteles y restaurantes.
Además de por esa separación geográfica, existían bastantes diferencias entre la población blanca y negra de Tulsa. Por ejemplo, los negros no tenían derecho a votar, no podían entrar en determinados lugares y si se les permitía, debían hacerlo por accesos reservados solo para ellos. Además, Tulsa tenía cabinas de teléfono segregadas y, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los reclutados para combatir en Europa fueron principalmente negros.
En lo que sí que coincidían blancos y negros era en que, habitantes ambos de una zona económicamente potente, disfrutaban de una amplia oferta de ocio nocturno, que incluía tanto las actividades legales como las ilegales, sobre las que la policía local solía hacer la vista gorda. Para ser una localidad de tamaño medio, no era difícil encontrar en Tulsa alcohol, todo tipo de drogas, sexo y otras formas de diversión en las que, ahí sí, los negros y blancos se mezclaban sin demasiado problema. De hecho, más que la droga, el juego o la prostitución, lo que más escandalizaba a la sociedad tulsana de la época era que negros y blancos pudieran relacionarse y, llegado el caso, mantener relaciones sexuales. Y algo de eso hubo para que, el 31 de mayo de 1921, comenzaran los disturbios de Tulsa.
Ese día, un joven limpiabotas de 19 años llamado Dick Rowland fue detenido y trasladado a los juzgados de la ciudad. La acusación que pesaba sobre él era haber intentado propasarse con una mujer blanca de 17 años en el interior de un ascensor, en el que la chica trabajaba como ascensorista. A pesar de que no había testigos –más allá del empleado de una tienda que escuchó a la chica gritar pero no vio nada–, de que la supuesta víctima no presentó denuncia y de que no era improbable que la pareja fueran realmente amantes, la noticia del supuesto asalto sexual no tardó en extenderse por la ciudad. Pronto comenzaron a recibirse llamadas anónimas en el juzgado advirtiendo de que el chico sería linchado y, en lugar de tranquilizar los ánimos, el Tulsa Tribune, un diario vespertino, publicó en primera página “Negro detenido por agredir a una niña en un ascensor” e invitaba a sus lectores en el editorial “A linchar al negro esta noche”.
Cuando los ciudadanos blancos de Tulsa se organizaban para linchar a alguien, no bromeaban. Unos meses antes ya habían acudido al edificio de los tribunales para llevarse consigo a Roy Benton, un joven blanco acusado del asesinato de un taxista, al que posteriormente torturaron y asesinaron. Para evitar que volviera a ocurrir, cuando los ciudadanos blancos comenzaron a rodear los juzgados, el shérif decidió apostar policías en la puerta del edificio, levantar barricadas en el interior y trasladar a Dick Rowland a uno de los pisos superiores.
La agitación del centro de la ciudad llegó a oídos de los habitantes negros de Greenwood, que decidieron impedir por todos los medios que el preso fuera linchado, para lo cual se desplazaron al lugar y se quedaron también a las puertas del edificio. La mera presencia de los negros ya fue interpretada como una provocación por los blancos, pero el hecho de que fueran armados hizo que gran parte de los allí presentes se marcharan a sus casas a por sus armas. Otros, directamente, se acercaron a la armería de la Guardia Nacional donde intentaron aprovisionarse de armas robándolas de las instalaciones.
En un momento dado, una delegación de los ciudadanos negros decidió entrar en el edificio del juzgado, en cuyo interior ya había un grupo de blancos que presionaban a las autoridades para que les fuera entregado Rowland. Cuando vieron la situación, los afroamericanos se ofrecieron voluntarios al shérif para ayudarle a controlar a la turba, pero el ofrecimiento fue rechazado. No obstante, los blancos comenzaron a insultar a los negros, la discusión subió de tono y, de repente, sonó un disparo.
Nadie fue herido, por lo que no se sabe si fue un accidente fortuito o un tiro al aire para calmar los ánimos. El hecho es que la detonación provocó que los diferentes grupos, policía incluida, comenzasen a dispararse entre sí provocando, no solo heridos de bala, sino por pisotones y aplastamiento debido a las avalanchas y las carreras para huir del lugar. Eran las 11 de la noche y la revuelta no había hecho más que empezar.
Tras ese primer tiroteo, los afroamericanos decidieron refugiare en Greenwood hasta donde fueron perseguidos por los blancos. Enterados de lo que sucedían, muchos de los vecinos del barrio, cerraron sus casas y se marcharon del lugar con la esperanza de que, al amanecer, los disturbios hubieran cesado. Aquellos que en su huida se cruzaron con grupos de supremacistas blancos, fueron asesinados.
Hacia las 2 de la madrugada ya del 1 de junio, los tiroteos cesaron. Los grupos de afroamericanos se sintieron seguros en su barrio y se relajaron. Sin embargo, entre los blancos, que además de airados estaban borrachos, comenzaron a correr rumores de que los negros habían quemado residencias de blancos o que una mujer blanca había sido asesinada por los negros y decidieron vengarse prendiendo fuego a los comercios y negocios Greenwood. Cuando los bomberos acudían a apagarlos, eran repelidos a tiros por los racistas.
A las 5 de la madrugada, el silbato de un tren que llegaba a Tulsa, cuya estación estaba muy cerca de Greenwood, hizo pensar a los asaltantes blancos que se trataba de una señal de ataque y entraron al asalto en el barrio, asesinando a los que encontraban a su paso e irrumpiendo en las casas, de donde sacaron a sus habitantes, a los que detuvieron o, directamente, mataron. A esos atacantes de tierra se sumaron avionetas privadas que desde el aire lanzaron bolas de brea en llamas que extendieron aún más los incendios. Por último, también fueron asaltadas las casas de aquellos blancos que tenían empleados de servicio negros, a los que se detuvo ilegalmente y se recluyó en centros clandestinos improvisados, como el estadio de béisbol o un salón de convenciones. Si sus empleadores intentaban oponerse a esos arrestos, eran amenazados de muerte y golpeados.
La gravedad de los hechos hizo que se desplazasen al lugar tropas de la Guardia Nacional que, por una serie de trámites burocráticos, no pudieron intervenir hasta el mediodía del 1 de junio, cuando decretaron la ley marcial. Para entonces, las cifras eran escalofriantes: más de 6.000 detenidos, 4.000 personas huidas de sus casas para salvar su vida, casi 1.300 edificios calcinados, alrededor de 8.000 personas sin lugar donde vivir, más de 50 blancos muertos y alrededor de 300 negros asesinados. Unas cifras que, en el caso de los muertos, aumentarían levemente durante los días siguientes por venganzas y ajustes de cuentas.
Aunque en las semanas posteriores el Gobierno de Estados Unidos envió una comisión para investigar los hechos, nadie fue procesado ni condenado por ellos. De hecho, en su afán por ocultar lo sucedido, los libros de texto estadounidenses no recogían los disturbios de Tulsa y los habitantes del lugar, tanto blancos como negros, evitaban hablar del tema. Una de las razones era que, tras los disturbios, el Ku Klux Klan experimentó un gran ascenso en la zona. A finales de 1921, más de tres mil blancos eran miembros del Klan en Tulsa, ciudad en la que la organización supremacista contaba además con una sección femenina y una junior.
Solo en 1971, cuando se cumplieron los 50 años del suceso, un grupo de ciudadanos afroamericanos organizó un acto público en una iglesia en memoria de los muertos. En todo caso, hubo que esperar a otro aniversario, el número 75, para que se constituyese una Comisión Oficial para investigar lo sucedido en 1921. Para entonces, muchos de los testigos habían fallecido o estaban demasiado mayores, lo que dificultó la investigación, que se alargaría hasta 2001. Ese año se publicaron las conclusiones y se fijaron una serie de objetivos entre los que se encontraban reparaciones económicas a las víctimas o sus herederos, becas escolares para los descendientes, inversiones económicas en la zona de Greenwood, la creación de un monumento conmemorativo y la búsqueda de las fosas comunes ilegales cavadas en los días siguientes a la masacre para ocultar los cadáveres de los negros y que, aún hoy, no han sido halladas.
La última referencia relacionada con la matanza de Tulsa llegó en 2019 y a través de un medio poco convencional para estos temas: Watchmen. Cuando Damon Lindelof recibió el encargo de HBO de hacer una serie de televisión del cómic, se planteó cuáles eran esos problemas reales que provocaban la angustia de los superhéroes. Si en el pasado era la amenaza atómica, ¿cuál era el problema de los estadounidenses en el siglo XXI independientemente de dónde vivan, de su género o de su situación económica?
“Para mí, la respuesta fue el conflicto racial. Siento que a medida que comenzamos a comprender nuestra historia real versus la historia que todos nos enseñaron, estamos en medio de un gran ajuste de cuentas como país. Pero este tema va mucho más allá de lo que se cuenta en los libros de historia. Si eres una persona afroamericana conoces lo sucedido porque te tocó más íntimamente pero si eres un hombre blanco como yo, esa historia está oculta. En todo caso, lo que sí sabes es que está ahí y ya es cosa mía elegir sentir vergüenza y culpa por ignorar esa historia o comenzar a enfrentarla y escucharla. Además, si tengo esta plataforma como narrador, incluso puedo comenzar a contarla”, explicaba Lindelof.
Hace unos días, el asesinato de George Floyd y los disturbios posteriores parece que le dan la razón a Lindelof. Ahora solo falta que haya más gente dispuesta a dar a conocer casos como los de Tulsa.