Por Sebastián López Vergara para Pie de Página.
La criminalización
Inicialmente, la rabia que llevó a cientos de miles a la calle en plena cuarentena a fines de mayo pedía “Justicia para George Floyd” y todxs aquellxs acribilladxs por la policía puesto que, comúnmente, los policías homicidas nunca reciben penas judiciales más allá de ser puestos en suspensión administrativa o despedidos para luego ser contratados en otras ciudades.
Pero, con el pasar de los días, las protestas se convirtieron en revuelta. Una de las más claras expresiones de querer cambiar el orden político tanto de liberales demócratas como conservadores republicanos es la propuesta de desfinanciamiento de la policía y las fuerzas represivas.
Y no es casual que esta sea una de las propuestas políticas que se levantan con más fuerza en esta revuelta desde los mismos movimientos, organizaciones y protestantes en la calle.
Una mirada a la historia reciente de Estados Unidos, como lo ha propuesto Taylor, muestra cómo la respuesta política de las élites a la desigualdad racial y económica llevó a una mayor criminalización de las poblaciones más vulnerables por medio de un alto gasto policial y el encarcelamiento de negros, latinos y blancos pobres desde mediados de los 90 hasta ahora.
De hecho, la respuesta de los demócratas a otra revuelta racial (la de Los Ángeles de 1992 que emergió frente al linchamiento de Rodney King por parte del Departamento de Policía de los Ángeles) inauguró la agudización de la opresión y desigualdad racial que hoy explota con dos reformas legales durante la presidencia de Bill Clinton (1993-2001).
Una fue la “Ley de control a los crímenes violentos” de 1994, propuesta por el ahora candidato presidencial demócrata Joe Biden. Esta ley ha sido identificada por muchos activistas y estudiosos como la reforma judicial que le dio luz verde al encarcelamiento masivo y al incremento en un 450% en la construcción de cárceles solo en el estado de California, donde está Los Ángeles.
Los efectos son claros: a pesar de representar solo 5% de la población mundial, Estados Unidos tiene casi 25% de la población carcelaria global. La población carcelaria, de hecho, ha crecido en 700% desde 1970, con un total de 2,3 millones de personas privadas de libertad (esto sin contar a migrantes en centros de detención o en proceso de deportación).
Y la dinámica racial exacerba quiénes pasarán parte de sus vidas en la cárcel: uno de cada tres jóvenes negros puede terminar tras las rejas. En el caso de los latinos, uno de cada seis. En contraste, uno de cada 17 jóvenes blancos puede terminar en la cárcel.
La otra ley introducida durante la presidencia de Bill Clinton fue la reforma al sistema de bienestar en 1996. Clinton la presentó como un cambio a la manera en que la sociedad piensa el bienestar. Y Biden, un fiel defensor de la reforma, calificó la ley como un remplazo del “bienestar con la cultura del trabajo. La cultura de la dependencia tiene que ser reemplazada con la cultura de la autosuficiencia y la responsabilidad personal.”
Así el bienestar diseñado en los noventas e intensificado hasta el día de hoy devino en desigualdad social y represión policial.
Porque, por un lado, mientras era más difícil poder acceder a bonos y beneficios durante períodos de contracción financiera, tales como dinero en efectivo de emergencia o cajas de alimentos, los gastos en “fuerzas de ley y orden” subieron, por otro lado, a tal punto que hoy la policía de Los Ángeles tiene un presupuesto municipal anual de 1,9 mil millones de dólares y la policía de Nueva York, un total de 10,9 mil millones de dólares anuales.
De hecho, no es casual que el 25 de mayo del 2020, George Floyd se encontró en la necesidad de usar un billete falso de 20 dólares para poder comprar un poco de comida en una tienda de esquina ya que había perdido su trabajo de guardia de seguridad al comienzo de la pandemia.
Abolicionismo, la lucha profunda
De esta manera, la propuesta de desfinanciamiento policial ataca centralmente la política pública de las élites políticas y económicas estadounidenses.
Esta propuesta política socializa masivamente las discusiones de distintos colectivos abolicionistas que han intentado suspender la construcción de cárceles y de servicios carcelarios en todo Estados Unidos y apostar por la reconstrucción de comunidades afectadas por el encarcelamiento masivo, el desempleo, la violencia racial y de género, y las drogas.
Sólo en Los Ángeles, el colectivo Justice LA logró cancelar la construcción de una cárcel de mujeres nueva y reapropiar los fondos que iban a una cárcel siquiátrica para un hospital para la salud mental, entre otras victorias solo el 2019.
A través del activismo en comunidades impactadas por el encarcelamiento masivo, la violencia, y la desigualdad social, racial y de género, el abolicionismo busca influir en políticas públicas y proyectos políticos que no solamente prohíban la construcción de prisiones.
El abolicionismo intenta cambiar las condiciones sociales que proponen a la cárcel como la solución a problemas de desigualdad social. O, como lo ha explicitado la activista y geógrafa Ruth Wilson Gilmore en múltiples publicaciones, el abolicionismo busca deshacer la manera de pensar y hacer cosas que ve en las prisiones y el castigo las soluciones para todo tipo de problemas sociales, económicos, políticos, interpersonales y de conducta.
El abolicionismo no es simplemente descarcelarizar la sociedad o poner a “los criminales” en la calle.
Por el contrario, es reorganizar la manera en que vivimos nuestras vidas en la sociedad de tal manera en que la desigualdad social no es un problema de “ley y orden”, pero de distribución de recursos económicos, políticos, sociales, sicológicos, y culturales. Por lo mismo, es un activismo muy concreto y no abstracto.
Ante el llamado a desfinanciar la policía, las élites han optado por más de lo mismo: decir que estos oficiales policiales son la excepción, y que se debe incrementar el presupuesto policial para continuar con programas de reentrenamiento contra los prejuicios y las microagresiones al cuerpo policial.
Sin embargo, se comienza a ver una apertura política a nivel local. Por ejemplo, el consejo municipal de Minneapolis votó mayoritariamente, y con poder de veto, abolir la actual organización de la policía de la ciudad.
Durante un proceso que durará un año y que será discutido con las comunidades, el consejo municipal diseñará un nuevo departamento policial que no criminalice ni ataque a los ciudadanos y cuyo presupuesto no sea superior a ningún proyecto de bienestar social.
En el resto de las ciudades, aún no se sabe hacia dónde irá la revuelta. Pero la calle, mientras tanto, sigue álgida y clara: desfinanciar la represión policial, invertir en comunidades y acabar con el racismo.
Por Sebastián López Vergara para Pie de Página, de la mexicana red de Periodistas de A Pie.