Matthew Stevenson, en exclusiva para CounterPunch, ha viajado desde Hài Phòng y Hanoi, en lo que antes era Vietnam del Norte, hasta las tierras altas centrales y Ciudad Ho Chi Minh, la antigua Saigón, en búsqueda de los vestigios de la guerra de EE. UU. en Vietnam. Esta es la I primera parte de una de serie de ocho.
En la época de Vietnam, yo era aún demasiado joven en muchos aspectos. La llamada a filas me llegó a la edad de 19 años, varios meses después de enero de 1973, cuando Richard Nixon y Henry Kissinger –utilizando una frase nixoniana- “salieron” del Sur. En teoría, los asesores y el poder aéreo estadounidense iban a seguir allí para que el Sur permaneciera en el conjunto independiente y no comunista. Ese era el optimismo a ultranza de un presidente ya por entonces delirante aunque todavía se expresaba con dureza.
Muy pronto, el mismo presidente se convirtió en el “gigante patético e indefenso” atrapado en el Watergate y fue a parar a San Clemente, California (a pesar de que su madre había sido una santa). Cuando en abril de 1975 llegó el final para Vietnam del Sur, todo lo que Estados Unidos pudo hacer fue salir volando desde las azoteas de Saigón junto a sus subordinados y unos cuantos colaboradores, poniendo fin a una guerra que para los estadounidenses se remontaba a 1965, cuando no a mediados de la década de 1950.
Por aquel entonces era estudiante en la universidad y para mí Vietnam era una especie de montaje de imágenes fugaces formadas a partir de una infancia hojeando la revista Life y contemplando las noticias de la noche en televisión. En el instituto y en la universidad asistí a cursos de política exterior y a “charlas” sobre las guerras en Indochina, pero en el mejor de los casos mi comprensión de los problemas era teórica, no mucho más informada que la de alguien que pasaba las tardes del sábado viendo películas de guerra en el teatro local. En el
instituto, recuerdo haberme esforzado mucho para comprender los tiroteos acaecidos en la universidad estatal de Kent, la incursión (así la llamaron) en Camboya y las masacres en la aldea de My Lai. A pesar de esos desastres, me resultaba difícil reprobar a los soldados estadounidenses condenados a combatir y morir en las junglas remotas diseminadas por todo de Vietnam.
Mi generación fue la que creció en las largas sombras proyectadas por la II Guerra Mundial en la que habían luchado nuestros padres. Aunque sabía por instinto desde edad temprana que Vietnam era una causa perdida, todavía tengo recuerdos frescos de los viajes en el coche familiar durante la década de 1960, con mi madre saludando a los convoyes del ejército que se alargaban por las carreteras interestatales. Nunca asistí a una manifestación contra la guerra, prefiriendo en cambio recopilar y leer libros sobre Vietnam, siempre en la esperanza de que podría finalmente descifrar el significado de la guerra.
Estoy bastante seguro –pensando en los últimos años sesenta- de que los primeros dos libros que leí sobre la guerra de Vietnam fueron The Making of a Quagmire y The Best and the Brightest , de David Halberstam. Ambos libros estaban en las estanterías de la biblioteca de mi amigo Bob Koch. Era amigo de mis padres y alguien a quien yo admiraba. Había sido piloto durante la II Guerra Mundial y había estado en la facultad de Derecho con muchos de los que formaron parte de los gabinetes de las administraciones presidenciales de John F. Kennedy y Lyndon Johnson. Era alguien que podía leer The New York Times y agregar comentarios sobre la gente que hacía la primera página. Cuando estaba en la universidad me animó a leer los libros de Halberstam, siendo el segundo de los libros anteriormente citados una denuncia de la misma clase gobernante en la que yo estaba creciendo (aunque gran parte de la prosa de Halberstam me impactó por parecerme un ajuste de cuentas).
Para mí resultaba duro asociar los fracasos en Vietnam con los mismos hombres que tenían presencia (tal vez una o dos veces eliminada) en mi vida emocional del paso de la infancia a la edad adulta. Puede que no conociera al secretario de defensa Robert McNamara o al secretario de Estado Dean Rusk, pero no era inusual que estuvieran en reuniones o cócteles con amigos de nuestro barrio, muchos de los cuales eran editores o corresponsales de las revistas Time y Life.
En el aspecto militar, mi padre había servido en la II Guerra Mundial junto a muchos de los oficiales de campo, ahora altos generales del cuerpo de marines, que estaban dirigiendo las batallas terrestres en Vietnam. (Pensaba que muchos de ellos deberían haberse retirado como comandantes.)
Aunque luché para comprender de qué iba Vietnam, tenía algunas ideas sobre los hombres que estaban metiendo a EE. UU. en aquellas malditas batallas, lo que hacía que mis emociones fueran aún más confusas. ¿Cómo pudieron hacerse tan mal las cosas?
La guerra de Vietnam en la memoria moderna
Cuando acabó la guerra de Vietnam, la siguió el genocidio camboyano (en el que los bombarderos estadounidenses jugaron un papel explosivo), pero no tuve interés en viajar a Vietnam, algo que quedó pendiente en el horizonte, hasta que la administración Clinton reconoció diplomáticamente a Hanoi.
Los presidentes Reagan y Bush agitaron la camisa ensangrentada de los POW/MIA [1] en interés de los prisioneros de guerra que, supuestamente, los norvietnamitas se habían negado a repatriar cuando terminaron los combates. En el mundo, según Ronnie, cientos, cuando no miles de soldados y pilotos estadounidenses estaban retenidos en jaulas de tigres del Viet Cong, sometidos a torturas y lavado de cerebro en lugares remotos.
Aunque no suscribí la mitología POW/MIA (todas las guerras terminan con muchos desaparecidos), la combinación de la culpa de guerra por las atrocidades de EE. UU. en Indochina y el gobierno de línea dura del unificado Vietnam no ayudaron a que el país entrara en mis sueños de viaje. Como John Quincy Adams dijo, “¿por qué ir a buscar monstruos al extranjero?”
A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, trabajé como editor de una revista, y en el proceso de solicitar manuscritos me sentí atraído por las narrativas de la guerra de Vietnam. En aquel tiempo, Hollywood estaba incorporando sus efectos especiales para poder mostrar la guerra en la gran pantalla con un final más feliz (John Rambo: “Sir, ¿vamos a ganar esta vez?”) o, al menos, con una banda sonora adecuada (Apocalyse Now, de The Doors : “Este es el fin, amiga mía, el fin…”) para que la audiencia estadounidense pudiera comprender por qué tuvimos que librarnos de tantos amarillos.
Si bien no llegué a sentir mucha afición por las películas de guerra (¿a quién le puede gustar “el olor del napalm por las mañanas”?), sí que me zambullí en algunas de las novelas y memorias de Vietnam que entonces se publicaban.
Leí y admiré A Rumor of War , de Philip Caputo, Chickenhawk , de Robert Mason, Vietnam-Perkasie: A Combat Marine’s Memoir , de W.D. Ehrhart, y Close Quarters , de Larry Heinemann, todas las cuales describen Vietnam como una variante del desastre de Little Bighorn .
Estos libros describían la guerra de Vietnam sobre el terreno con los instrumentos de la ilustración estadounidense batallando con la teoría dominó, que utilizaba cualquier táctica o armamento que tuviera a mano, incluida la violación, el Agente Naranja, los ataques aéreos con B-52 y la ejecución sumaria de los presos del Viet Cong. Gran parte de la guerra de Vietnam sonaba como una variación de My Lai.
Por suerte, mis lecturas de los años setenta y ochenta me facilitaron una serie de amistades con hombres que habían luchado en Vietnam o cubierto la guerra en la prensa. En algunos casos, escribí cartas a los autores cuyos libros había admirado y sus respuestas propiciaron nuevos intercambios y, en ocasiones, una reunión o una comida.
Entre quienes influyeron en mi forma de pensar sobre Vietnam figuraba William Shawcross, periodista e historiador británico, que en 1979 publicó Sideshow: Kissinger, Nixon and the Destruction of Cambodia . Cuando apareció, edité un extracto para Harper’s Magazine, y las horas que pasé extrayendo pasajes de las galeradas me convencieron de que la presencia de bombarderos estadounidenses sobre los santuarios camboyanos impulsó la disolución de una sociedad que estaba ya próxima a que cayeran sobre ella varios millones de muertos desde las manos genocidas de los jemeres rojos.
En aquellos años pasé también mucho tiempo con Murray Sayle, que cubrió la guerra de Vietnam desde el Sunday Times de Londres, y de T. D. Allman, cuyos reportajes desde Vientiane y otros lugares habían descubierto la guerra secreta (más bombas de Nixon y Kissinger) en Laos.
Sobre Sayle había leído primero The First Casualty: The War Correspondent as Hero and Myth-Maker from the Crimea to Vietnam , de Philip Knightley (1975), en el que se le citaba: “La actividad económica en el Sur ha cesado prácticamente, excepto en lo relativo a la guerra; Saigón es un inmenso burdel; entre los estadounidenses que tratan, más o menos sinceramente, de promover una copia de su sociedad en suelo vietnamita y la masa de la población que hay que “reconstruir”, están los peces gordos de Saigón”.
Ambos, Sayle y Allman, en nuestras conversaciones, darían a la guerra una inmediatez que no había captado nunca, ya fuera en mis cursos o leyendo la prensa diaria. Y ambos cambiaron mi idea de no querer nunca visitar Vietnam.
Sin saber cómo podría llegar allí, empecé a pensar en Vietnam como un lugar que debería ver y no sólo el paisaje mitológico en el que había quedado disuelto gran parte del sueño estadounidense.
Primer viaje a Vietnam
Mi primer viaje a Vietnam se produjo en enero de 1993. Entonces estaba trabajando en la banca y, en el último minuto, me programaron un viaje a Hong Kong. Mis reuniones no empezaban hasta el lunes por la mañana, por eso la noche del jueves anterior volé primero a Hong Kong y después a Hanoi, donde tenía amigos que desempeñaban tareas para varias organizaciones internacionales.
No recuerdo haber tenido problemas para conseguir el visado y sí que aterricé un viernes por la tarde en Hanoi y tomé un taxi para llegar a la casa donde iba a quedarme el fin de semana. Al día siguiente le tomé prestada a mis amigos una bicicleta y salí a explorar la ciudad, encontrándola tan encantadora como jamás había imaginado.
En Hanoi, en 1993, había pocos coches o motocicletas, si es que había alguno. Para desplazarse, la gente caminaba o se subía a las canastas de los rickshaws que iban a pedal. La arquitectura de la ciudad hablaba más del prolongado colonialismo francés que de la eficacia de los bombarderos estadounidenses.
Podía ir a todas partes en bicicleta. Recuerdo haber pasado por el hogar del general Vo Nguyen Giap (todavía vivía allí) y por la tumba estilo leninista de Ho Chi Minh. Estoy seguro de que había unos cuantos policías dirigiendo el tráfico, pero no podían ser muchos porque recuerdo haberme quedado paralizado en la mayoría de las intersecciones, por donde fluían ríos de bicis y taxis-triciclo, ninguno de los cuales iba a parar por un estadounidense errante.
Pedaleé alrededor del lago Occidental, en el cual John McCain había estrellado su avión de combate y pasé por el Hanoi Hilton (formalmente la prisión de Hoa Lò, pero aún no era una atracción turística) y callejeé por la ciudad antigua, donde los principales productos a la venta eran jaulas de bambú para pájaros.
La ciudad debía tener unos cuantos restaurantes pero el único que recuerdo fue el del Hotel Metropol, uno de los pocos puestos avanzados de la civilización en lo que era uno de esos remansos asiáticos que a menudo son el escenario de una novela corta de Graham Greene. (Su novela, “El americano impasible”, publicada en 1955, es todo lo que necesitan leer si quieren entender cómo EE. UU. se precipitó en la guerra. En ella, Greene escribe: “A menudo me digo ‘que Dios nos libre siempre de los inocentes y de los buenos’”.)
Vietnam: Una brillante mentira
Fue en ese primer viaje a Vietnam cuando leí y admiré mucho la obra de Neil Sheehan A Bright Shining Lie , que es a la vez una biografía del teniente coronel John Paul Vann, uno de los primeros guerreros estadounidenses volcados en Vietnam, y una autopsia de todas las equivocaciones cometidas en la guerra. El libro tiene casi 800 páginas e imagino que compré algún ejemplar en un aeropuerto antes de volar hacia Oriente.
Por entonces conocía tanto a Vann como a Sheehan, al menos había oído hablar de ellos. Vann aparece varias veces en The Making of a Quagmire, de Halberstam; es uno de los pocos asesores estadounidenses en el Ejército de la República de Vietnam, en los primeros años de la década de 1960, que piensa que los estadounidenses se están embarcando en una causa perdida (aunque cree que puede revertirse siguiendo sus consejos).
Recordaba a Sheehan como el periodista del New York Times que había roto la historia sobre los Papeles del Pentágono (la guerra de verdad no llegará nunca a las películas de Hollywood…) que había recibido del crítico de la guerra Daniel Ellsberg. Por casualidad, Vann y Ellsberg habían servido juntos en Vietnam durante la década de 1960, y en aquellos primeros tiempos ambos habían puesto todo su empeño en derrotar a los ejércitos de Ho.
Las tragedias de A Bright Shining Lie de Sheehan son tanto la evolución de la vida de Vann (una de las mentiras del libro) como la historia de la implicación estadounidense en Vietnam, que acaba como empezó, con un espejismo.
Me llevaría otros 23 años regresar a Vietnam. Entre medias, seguí leyendo sobre la guerra, pero al montón de novelas, historias y memorias, añadí mapas de carreteras, horarios de trenes, conexiones de ferry y horarios de vuelos, suponiendo que un día me llevaría mi biblioteca, como quien dice, de gira.
En parte, la razón por la que no lo hice antes es porque –por una especie de purismo viajero- quería empezar mis viajes en la aldea de Dien Bien Phu, situada en el noroeste rural del país y escenario de la culminante derrota francesa de 1954. Pero Dien Bien Phu está en un lugar tan remoto como un campo de batalla en alguna isla del Pacífico, y cada vez que marcaba sus coordenadas en mi ordenador, averiguaba que los billetes de avión me iban a salir por unos 1.500$, lo cual era más que lo que quería gastar para recordar el desastre colonial.
La vuelta al mundo en Dien Bien Phu
Sólo con el advenimiento de las líneas de bajo coste por todo el mundo volví a poner en marcha mis sueños sobre Vietnam. En 2016, en una especie de reto (al menos conmigo mismo), intenté ver si podía dar la vuelta al mundo en aerolíneas de bajo coste y conseguir que el billete costara menos de 1.000$.
En el curso de mi conspiración alrededor de los precios en páginas web tales como las de AirAsia o Pegasus, averigüé que podía encaminar fácilmente mi ruta de bajo coste desde Colombo a Vientiane, la capital de Laos, y desde allí, a notable distancia (bueno, tres días a base de autobuses locales), estaba Dien Bien Phu.
Cuando hice clic en todos aquellos botones que pedían “por favor, confirme”, estaba tan comprometido con Vietnam como los ejércitos legionarios del general francés Henri Navarre, a quien se entregó el mando, en los primeros años de la década de 1950, de las tropas que iba a volver a tomar Indochina, incluyendo Tonkin, Amman y la Cochinchina (lo que ahora consideramos como Vietnam) para mayor gloria del imperio colonial francés.
Los franceses combatieron a los ejércitos de Ho Chi Minh y el general Giap desde 1946 a 1954, tras lo cual se retiraron a lo que se llamó la Francia metropolitana, dejando la idea de un Vietnam no comunista a los llamados “estadounidenses feos”.
En ese viaje de 2016 a Vietnam, empecé en Dien Bien Phu (en mi opinión, un Verdún asiático) y después, tras coger un autobús hacia Hanoi, viajé por tierra a Ciudad Ho Chi Minh (llamada aún con frecuencia Saigón), deteniéndome en Quang Tri, Danang, Hue y My Lai. Pero todo lo que realmente hice en ese segundo viaje a Vietnam fue hundir los pies en los arrozales.
Para cuando llegué a Saigón, había agotado el tiempo y no había podido ver el Delta del Mekong (el granero del país) ni el Triángulo de Hierro, una zona mortífera de batalla a unos 50 kilómetros al noroeste de la ciudad. Tampoco encontré el mejor modo para desplazarme a lo que quedaba de los campos de batalla de Vietnam.
En Dien Bien Phu, alquilé una bicicleta y pasé un largo día, aunque gratificante, pedaleando entre las colinas de las bases de combate situadas alrededor de la ciudad (Ana María, Beatriz, Claudine, Dominique, Eliane, etc.), todas las cuales, según algunos relatos, fueron recibiendo los nombres de las amantes del coronel francés al mando, cuyo nombre completo era Christian Marie Ferdinand de la Croix de Castries. (Se fue a la guerra con su bañera aunque el ejército de Vietnam del Norte acabó haciéndose con ella. También se llevó los Bordels Moviles de Campagne [2]. Para llegar a Khe Sanh y a la zona norte desmilitarizada de Dong Ha, alquil´´o un automóvil y un guía (a un coste enorme) sólo para descubrir que un “guía” en Vietnam es alguien con una aplicación de YouTube en su teléfono celular.
En Saigón, en medio de un calor de perros locos e ingleses [3], cogí taxis y estuve dando tumbos en medio del tráfico desenfrenado de la ciudad, pero por lo demás me sentía como Michael Douglas en Falling Down . (No vi mucho, pero conseguí no acabar con ningún tendero con un bate de baseball [4])
En mi siguiente viaje a Vietnam, me acerqué al Delta del Mekong en un hidroplano que bajaba por el río desde Phnom Penh. Tan sólo íbamos a bordo un puñado de pasajeros y pasamos las aduanas situadas en unas cabañas frente al río cerca del cruce de Chau Doc, donde cambié a lo que se llama “autobús para dormir” (aunque era de día) para el viaje hasta Vinh Long, situado más profundamente en el Delta, un amplio paisaje de extensos arrozales y canales interminables.
Había confiado en poder alquilar una bicicleta para recorrer el Delta, pero cuando resultó imposible no tuve otra opción que desplazarme en la parte trasera de un escúter conducido por el recepcionista de mi albergue. Me llevó hasta Ap Bac, el campo de batalla de 1963 (un combate fundamental en la vida de John Van y en la implicación estadounidense en Vietnam) y por los alrededores de Ben Tre, que durante la guerra había sido un lugar seguro para el Viet Cong. Aquella tierra, contemplada cuarenta años después, era sencillamente el Vietnam rural. Cuando Sheehan escribía sobre él, era como un país indio .
En aquel viaje, alquilé otra motocicleta y su conductor me llevó alrededor del Triángulo de Hierro, que está cerca de los Túneles de Cu Chi. Una de las grandes ironías de la guerra es que los estadounidenses construyeron una base militar sobre una tierra que estaba encima de una red inmensa de túneles del Viet Cong, que se extendía hasta las afueras de Saigón. Pero ni los autobuses ni las motocicletas me parecieron un buen medio para recorrer los campos de batalla en Vietnam, que, al igual que la misma guerra, son rincones olvidados en campos extranjeros.
Una evaluación estadounidense
En cada uno de estos viajes, me detuve en muchos de los campos de batalla estadounidenses, incluidos Khe Sanh, Danang, Hue y My Lai. Lo que aprendí es que Vietnam ha olvidado en gran medida la guerra de EE. UU. Sí, en muchas ciudades es posible contemplar alguna escultura hecha con aviones estadounidenses derribados, o visitar un monumento a los muertos vietnamitas de la guerra, que están normalmente enterrados bajo una estrella roja que se alza cerca de algunos tanques estacionados.
Por otra parte, las guerras de Vietnam parecen tan remotas y distantes como la guerra hispano-estadounidense para la mayor parte de los estadounidenses. Tampoco queda mucho más (salvo una plétora de tanques y helicópteros estadounidense dejados atrás en 1975) que recuerde las guerras de EE. UU.
Saigón tiene su Museo de los Vestigios de la Guerra, dedicado a celebrar la derrota y humillación de EE.UU.; más allá, lo que descubrí es que la guerra sólo vive en la imaginación de sus veteranos o en los libros que han dejado atrás. Lo mismo podría decirse sobre la Guerra de los Treinta Años en Europa.
Al menos, ese primer viaje largo siguiendo la espina dorsal de Vietnam me permitió leer sobre la guerra con más seguridad y claridad. Leí más libros sobre la guerra francesa de Indochina (Embers of War: The Fall of an Empire and the Making of America’s Vietnam, de Fredrik Logevall fue uno de ellos) y novelas sobre la derrota en Dien Bien Phu (la mejor fue The Centurions , de Jean Lartéguy), y decidí que, con tiempo, visitaría los principales campos de batalla estadounidenses y escribiría un libro sobre mis viajes.
Puede que esté cubriendo un terreno familiar para muchos, pero al menos me ayuda a entender de qué fue la guerra de Vietnam. (Todos mis viajes son tutoriales autodirigidos, porque sólo aprendo viendo, leyendo y escribiendo, lo que quizás explica por qué me aburrí soberanamente en las clases del colegio.)
* * *
Por el momento, me he mantenido alejado de las películas sobre Vietnam, incluido el estereopticón de Ken Burns. A veces intentaba ver Apocalypse Now pero me encontraba con una actuación caricaturesca. Tampoco he llegado a parte alguna con Platoon, Full Metal Jacket, We Were Soldiers, ni cualquiera de los videojuegos de Rambo. Charlie podría no surfear, aunque eso se debe a que China Beach, en Danang, se parece ahora a un tramo de hoteles de cinco estrellas típico de Miami.
Prefiero leer alguna biografía ampulosa de 700 páginas sobre Ho o Giap, llena de sus autocríticas y congresos del partido, que soportar 120 minutos de la industria bélica de Hollywood, todo lo cual requiere un final feliz al estilo Good Morning Americay pocas historias de la guerra de Vietnam tenían eso. (¿Qué hay de añadir los nombres de los 100.000 veteranos que se suicidaron o estuvieron expuestos al Agente Naranja en el Memorial de Vietnam?)
No puedo decir que me enamoré de Vietnam como país. Sobre el terreno, encontré que el tráfico era insoportable, muchas de las normas eran complicadas, las guías en gran medida indiferentes ante la historia y el clima todo un reto. El país parece y se siente como una especie de Holanda montañosa, aunque cubierta de selva, y gran parte del clima es una variación de las brumas que se aferran a la tierra en China.
Al mismo tiempo, descubrí que mis destinos eran emocionantes, especialmente porque la historia moderna de EE. UU. gira en torno a lo que sucedió en lugares como My Lai, Hue o Saigon. En Ap Bac o Ben Suc (en el Triángulo de Hierro) me sentí lo mismo que cuando estoy en Shiloh o en el Bosque de Argonne, buscando pistas sobre si Estados Unidos está en ascenso o en decadencia.
Después de cada viaje, volvía a casa con la intención de llenar más espacios en blanco, ya fuera mediante la lectura o simplemente con mi imaginación. Quería saber por qué John Kennedy malinterpretó la política -estuvo allí como miembro del Congreso en 1951- o cómo era posible que los túneles bajo el Triángulo de Hierro, tan cercanos a Saigón, estuvieran llenos de Viet Cong. Sobre todo, quería ver el paisaje donde, podría argumentarse, la república estadounidense se convirtió en un imperio.
En uno de los libros más inquietantes que leí durante mis viajes, American Reckoning , Christian Appy escribe:
“La Guerra de Vietnam y la historia que siguió expusieron el mito de la demanda persistente de los Estados Unidos sobre el poder y la virtud únicos. A pesar de nuestros impresionantes ejércitos, no somos invencibles. A pesar de nuestra gran riqueza, tenemos enormes desigualdades. A pesar de nuestro deseo declarado de paz global y derechos humanos, desde la Segunda Guerra Mundial hemos intervenido agresivamente a través de la fuerza armada mucho más que cualquier otra nación sobre la tierra. A pesar de que proclamamos tener la más alta consideración por la vida humana, hemos matado, herido y desarraigado a millones de personas, y sacrificado innecesariamente a muchas de las nuestras.”
Puede que en mis viajes no haya podido encontrar todas las coordenadas de este mal, pero al menos, al regresar a menudo a Vietnam o caminar por la llamada Calle Sin Alegría, tenía la esperanza de ir caminando en la dirección correcta.
N. de la T. :
(1) POW/MIA: Acrónimos de Prisoners of War/Missing in Action (Prisioneros de Guerra/Desaparecidos en Combate).
(2) Burdeles Móviles de Campaña.
(3) En el original, mad-dogs and Englishmen, título de una famosa canción de Noel Coward, en la que satiriza la escasa disposición de los ingleses a adoptar la costumbre de echar la siesta durante las horas de más calor del día en climas tropicales.
(4) En referencia a una escena de la película.
Matthew Stevenson es redactor colaborador de Harper’s Magazine y autor de varios libros, el más reciente de ellos Reading the Rails .
Fuente:
https://www.counterpunch.org/2018/02/23/why-vietnam-still-matters-an-american-reckoning/