La administración Trump ha revocado más de 1.024 visas de estudiantes internacionales, en su mayoría por participar en protestas pro‑palestinas, y amenaza con recortar fondos federales a universidades como Harvard por acoger actos de solidaridad con Palestina. Bajo el pretexto de la “seguridad nacional”, estas maniobras socavan la autonomía universitaria, el derecho a la disidencia y el papel de las aulas como espacios pensamiento crítico y de transformación social.
El marco legal como arma política: De la seguridad nacional a la censura migratoria
El visado F‑1, concebido para que los estudiantes extranjeros contribuyan al tejido académico de EE. UU., se ha convertido en un instrumento de control político. Hasta hace poco, faltas administrativas —como no superar cierto número de créditos— se corregían mediante trámites internos. Hoy, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) considera “apoyo material al terrorismo” cualquier activismo pro‑palestino.
La Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA) faculta la deportación inmediata de extranjeros asociados a grupos “que amenacen la seguridad pública”. Sin embargo, los criterios empleados son imprecisos: en la Universidad de Columbia, un estudiante jordano recibió una orden de expulsión por repartir folletos sobre la ocupación israelí, bajo el argumento de “promover narrativas extremistas”. La falta de audiencias previas y la imposibilidad de apelar demuestran que el sistema persigue criminalizar la disidencia, no proteger al ciudadano.
2. El chantaje fiscal: Universidades bajo asedio
Junto al endurecimiento migratorio, la administración ha lanzado una ofensiva financiera contra las instituciones académicas. El Congreso estadounidense ha aprobado una enmienda que condiciona los fondos de investigación a la “neutralidad política” en asuntos de seguridad nacional. En la práctica, esto se traduce en auditorías a las universidades con grupos pro‑palestinos activos.
Harvard, por ejemplo, perdió 350 millones de dólares en subvenciones tras organizar un simposio sobre derechos humanos en Gaza, acusado de “fomentar el antisemitismo”. Este método recuerda al macartismo de los años 50, cuando se emplearon recortes presupuestarios para purgar académicos sospechosos de simpatizar con el comunismo. Hoy, la solidaridad con Palestina es el nuevo pretexto para privatizar la censura.
Estudiantes entre la deportación y el silencio
Detrás de las cifras hay historias concretas. Takeem Ahmed, estudiante de ingeniería en el MIT procedente de Pakistán, fue detenido por ICE tras participar en una vigilia por las víctimas de Gaza. La ACLU documentó que las “pruebas” en su contra eran simples publicaciones en Instagram con el lema “Libertad para Palestina”. Aunque un juez revocó su deportación por falta de sustento legal, Takeem perdió dos semestres y su beca.
Estos casos generan un efecto escalofrío (chilling effect): los estudiantes internacionales —el 5,5 % de la matrícula nacional— evitan manifestarse o incluso debatir en clase por miedo a ser expulsados. Para las universidades supone una crisis ética y financiera: el Institute of International Education informó que en 2023 el 40 % de los campus registró un descenso en inscripciones extranjeras, especialmente de países de mayoría musulmana.
Resistencia institucional y batalla jurídica por la autonomía
Frente a esta ofensiva, surgen dos líneas de defensa:
1. Recursos judiciales: La Alianza por los Derechos Académicos (ARA), que agrupa a 50 universidades, ha demandado al DHS por violar la Primera Enmienda. En NYU vs. DHS, un tribunal dictaminó que “la adhesión genérica a causas políticas no equivale a apoyo material al terrorismo”.
2. Fondos estatales de emergencia: Estados como California y Vermont han creado subsidios para compensar los recortes federales. La Universidad de California‑Berkeley reasignó 200 millones de dólares para mantener sus programas de Estudios de Oriente Medio.
No obstante, estas acciones no son más que paliativos ante la dependencia de las universidades de los fondos federales, que pueden representar hasta el 60 % de su presupuesto.
La erosión del “soft power” estadounidense
La fortaleza educativa de EE. UU. se basa en su capacidad de atraer talento internacional. Entre 2000 y 2020, el número de estudiantes foráneos se duplicó, generando 44 mil millones de dólares anuales. Sin embargo, esta política represiva mina ese prestigio:
• Ventaja de competidores: Canadá, Australia y Alemania ofrecen visas exprés y becas a quienes huyen de las deportaciones en EE. UU.
• Doble rasero geopolítico: Mientras Washington critica la represión en Rusia o Irán, aplica medidas liberticidas contra su propia comunidad académica. Como ironiza el profesor Rashid Khalidi: “EE. UU. exige libertad para disidentes en el extranjero, pero castiga a los suyos por ondear una bandera palestina”.
Un nuevo macartismo digital
La comparación con el macartismo de los años 50 no es gratuita. Entonces, se suprimió a académicos y grupos estudiantiles tildados de comunistas; hoy, se persigue a quienes denuncian los crímenes del régimen israelí o simplemente cuestionan la política exterior estadounidense de apoyo a la “Banda de Tel Aviv”. La diferencia es que ahora las herramientas son más sofisticadas: algoritmos de ICE rastrean hashtags en redes sociales en lugar de elaborar listas negras públicas. La globalización, además, facilita la fuga de cerebros hacia otros países.
La universidad como trinchera democrática
La revocación masiva de visas y el asedio financiero no solo afectan a individuos e instituciones: pretenden vaciar las aulas de su potencial crítico. Históricamente, los campus han incubado movimientos que transformaron EE. UU. Haciendolo avanzar en temas como los derechos civiles hasta la igualdad de género. Silenciarlos en nombre de la “seguridad” es retroceder muchas décadas.
La respuesta debe ir más allá de meras reformas migratorias: es preciso consagrar a las universidades como espacios extraterritoriales, donde el pensamiento crítico prevalezca sobre los vaivenes geopolíticos. Defender este principio exige una alianza global de académicos y estudiantes, pero también de la sociedad civil y de todos los demócratas y antifascistas. Urge acumular fuerzas para resistir tanto la represión interna como la complicidad internacional.
Nos enfrentamos a uno de los arietes más peligrosos del neofascismo, aquel al que el general José Millán‑Astray —fundador de la Legión Española y jefe de Prensa y Propaganda del bando franquista durante la Guerra Civil— resumió en su grito «¡Muera la inteligencia!» durante el célebre enfrentamiento con Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca en 1936. Como dijo el intelectual palestino Edward Said, «La misión de la universidad es hacer que el mundo sea menos cómodo para los dogmas». Hoy esa misión está en juego, y su defensa es tarea de todos los demócratas y antifascistas.
¡No Pasarán!
Escrito por: Manuel Pineda