Distinto. Ominoso. Un sonido que siembra el terror. Las unidades del ejército con las que viajé, enfurecidas por la precisión letal de los francotiradores rebeldes, instalaron ametralladoras pesadas del calibre 50 y rociaron el follaje por encima hasta que tu cuerpo, una pulpa ensangrentada y destrozada, cayó al suelo.
Te vi trabajar en Basora (Iraq) y, por supuesto, en Gaza, donde una tarde de otoño, en el cruce de Netzarim, mataste a tiros a un joven a pocos metros de mí. Llevamos su cuerpo inerte por la carretera.
Viví contigo en Sarajevo durante la guerra. Estabas a sólo unos cientos de metros, encaramado en los lugares altos que dominaban la ciudad. Fui testigo de tu carnicería diaria. Al anochecer, te vi disparar en la penumbra a un anciano y a su mujer, inclinados sobre su pequeño huerto. Fallaste. Ella corrió, vacilante, a cubrirse. Él no lo hizo. Disparaste de nuevo. Reconozco que la luz se estaba desvaneciendo. Era difícil ver. Entonces, la tercera vez, lo mataste. Este es uno de esos recuerdos de guerra que veo en mi cabeza una y otra vez y nunca hablo de ello. Lo vi desde la parte trasera del Holiday Inn, pero a estas alturas lo he visto, o sus sombras, cientos de veces.
También me apuntaste a mí. Atacaste a colegas y amigos. Estuve en tu punto de mira cuando viajaba desde el norte de Albania hacia Kosovo con 600 combatientes del Ejército de Liberación de Kosovo, con cada insurgente con un AK-47 extra para pasárselo a un camarada. Tres disparos. Ese crujido, demasiado familiar. Debes haber estado muy lejos. O quizá tenías mala puntería, aunque estuviste cerca de acertar. Me refugié detrás de una roca. Mis dos guardaespaldas se inclinaron sobre mí, jadeantes, con las bolsas verdes atadas a sus pechos llenas de granadas.
Sé cómo hablas. Humor negro. «Terroristas del tamaño de una pinta», dices de los niños que matas. Estás orgulloso de tus habilidades. Te da caché. Acunas tu arma como si fuera una extensión de tu cuerpo. Admiras su despreciable belleza. Eso es lo que eres. Un asesino.
En tu sociedad de asesinos, eres respetado, recompensado, ascendido. Eres insensible al sufrimiento que infliges. Tal vez lo disfrutas. Tal vez crees que te proteges a ti mismo, tu identidad, tus camaradas, tu nación. Tal vez creas que matar es un mal necesario, una forma de asegurarte de que los palestinos mueran antes de que ellos puedan atacar. Tal vez has entregado tu moralidad a la obediencia ciega de los militares, te has subsumido en la maquinaria industrial de la muerte. Tal vez tienes miedo a morir. Tal vez quieras demostrarte a ti mismo y a los demás que eres fuerte, que puedes matar. Tal vez tu mente está tan deformada que crees que matar es justo.
Estás embriagado por el poder divino de revocar el derecho de otra persona a vivir en esta tierra. Te deleitas en esa intimidad. Ves en detalle, a través de la mira telescópica, la nariz y la boca de tu víctima. El triángulo de la muerte. Aguantas la respiración. Aprietas despacio, suavemente, el gatillo. Y entonces el soplo rosa. La médula espinal seccionada. La muerte. Finito.
Fuiste la última persona en ver a Aysenur con vida. Fuiste la primera persona en verla muerta.
Ese eres tú. Y ahora nadie puede alcanzarte. Eres el ángel de la muerte. Estás entumecido y frío. Pero sospecho que esto no durará. Cubrí la guerra durante mucho tiempo. Conozco, aunque tú no, el próximo capítulo de tu vida. Sé lo que pasa cuando dejas el abrazo del ejército, cuando ya no eres una pieza en esas fábricas de muerte. Conozco el infierno en el que estás a punto de entrar.
Empieza así. Todas las habilidades que adquiriste como asesino en el exterior son inútiles. Tal vez vuelvas. Tal vez te conviertas en un arma de alquiler. Pero esto sólo retrasará lo inevitable. Puedes huir, por un tiempo, pero no puedes huir para siempre. Habrá un ajuste de cuentas. Y es del ajuste de cuentas del que te hablaré.
Te enfrentarás a una elección. Vivir el resto de tu vida, atrofiado, entumecido, aislado de ti mismo, aislado de los que te rodean. Descender a una niebla psicopática, atrapado en las mentiras absurdas e interdependientes que justifican el asesinato en masa. Hay asesinos, años después, que dicen estar orgullosos de su trabajo, que afirman no arrepentirse ni un momento. Pero yo no he estado dentro de sus pesadillas. Si ese eres tú, nunca volverás a vivir de verdad.
Por supuesto, no hablas a los que te rodean de lo que hiciste, y menos a tu familia. Creen que eres una buena persona. Sabes que es mentira. El entumecimiento, por lo general, desaparece. Te miras al espejo y, si te queda algo de conciencia, tu reflejo te molesta. Pero reprimes la amargura. Escapas hacia la madriguera de los opiáceos y el alcohol. Tus relaciones íntimas, porque no puedes sentir, porque entierras tu autodesprecio, se desintegran. Esta huida funciona. Durante un tiempo. Pero luego entras en tal oscuridad que los estimulantes que utilizas para mitigar tu dolor empiezan a destruirte. Y tal vez así es como mueres. He conocido a muchos que murieron así. Y he conocido a los que terminaron rápidamente. Un disparo a la cabeza.
Entre 1973 y 2024, 1.227 soldados israelíes se suicidaron según las estadísticas oficiales, pero se cree que la cifra real es mucho mayor. En Estados Unidos, una media de 16 veteranos se suicida cada día.
Tengo traumas de guerra. Pero el peor trauma no lo tengo yo. El peor trauma de la guerra no es lo que viste. No es lo que experimentaste. El peor trauma es lo que hiciste. Hay nombres para ello. Daño moral. Estrés Traumático Inducido por el Perpetrador. Pero eso parece tibio dadas las ardientes brasas de la rabia, los terrores nocturnos, la desesperación. Los que te rodean saben que algo está terriblemente mal. Temen tu oscuridad. Pero no les dejas entrar en tu laberinto de dolor.
Y entonces, un día, buscas el amor. El amor es lo contrario de la guerra. La guerra es una obscenidad. Es pornografía. Se trata de convertir a otros seres humanos en objetos, tal vez objetos sexuales, pero también lo digo literalmente, porque la guerra convierte a las personas en cadáveres. Los cadáveres son el producto final de la guerra, lo que sale de su cadena de montaje. Así que querrás amor, pero el ángel de la muerte ha hecho un trato fáustico. Es éste. Es el infierno de no poder amar. Llevarás esta muerte dentro de ti el resto de tu vida. Corroe tu alma. Sí. Tenemos almas. Tú vendiste la tuya. Y el coste es muy, muy alto. Significa que lo que quieres, lo que más desesperadamente necesitas en la vida, no puedes conseguirlo.
Entonces, un día, tal vez seas padre o madre o tío o tía, y una joven a la que amas, o a la que quieres amar como a una hija, llega a tu vida. Y verás en ella, vendrá en un flash, la cara de Aysenur. La joven que asesinaste. Vuelta a la vida. Israelí ahora. Hablando hebreo. Inocente. Buena. Llena de esperanza. Toda la fuerza de lo que hiciste, de quién eras, de quién eres, te golpeará como una avalancha.
Pasarás días queriendo llorar sin saber por qué. Te consumirá la culpa. Creerás que por lo que hiciste la vida de esa otra joven está en peligro. Un castigo divino. Te dirás que es absurdo, pero lo creerás de todos modos. Tu vida empezará a incluir pequeñas ofrendas de bondad a los demás, como si esas ofrendas fueran a apaciguar a un dios vengativo, como si esas ofrendas fueran a salvarla del mal, de la muerte. Pero nada puede borrar la mancha del asesinato.
Sí. Mataste a Aysenur. Mataste a otros. Palestinos a los que deshumanizaste y te enseñaste a odiar. Animales humanos. Terroristas. Bárbaros. Pero es más difícil deshumanizarla a ella. La viste a través de tu mira, ella no era una amenaza. Ella no tiraba piedras, la mísera justificación que el ejército israelí utiliza para disparar balas reales contra los palestinos, incluidos los niños.
Te invadirá la tristeza. Arrepentimiento. Vergüenza. Pena. Desesperación. Alienación. Tendrás una crisis existencial. Sabrás que todos los valores que te enseñaron a honrar en la escuela, en el culto, en tu casa, no son los valores que tú defendías. Te odiarás a ti mismo. No lo dirás en voz alta. Puede que, de un modo u otro, te extingas.
Hay una parte de mí que dice que te mereces este tormento. Hay una parte de mí que quiere que sufras por la pérdida que infligiste a la familia y amigos de Aysenur, que pagues por quitarle la vida a esta mujer valiente y dotada.
Disparar a personas desarmadas no es valentía. No es valentía. Ni siquiera es una guerra. Es un crimen. Es asesinato. Tú eres un asesino. Estoy seguro de que no te ordenaron matar a Aysenur. Disparaste a Aysenur en la cabeza porque podías, porque te dio la gana. Israel dirige una galería de tiro al aire libre en Gaza y Cisjordania. Total impunidad. El asesinato como deporte.
Algún día dejarás de ser el asesino que eres ahora. Te agotarás tratando de alejar los demonios. Desearás desesperadamente ser humano. Querrás amar y ser amado. Tal vez lo logres. Ser humano de nuevo. Pero eso significará una vida de contrición. Significará hacer público tu crimen. Significará suplicar, de rodillas, por el perdón. Significará perdonarte a ti mismo. Esto es muy duro. Significará orientar cada aspecto de tu vida a alimentar la vida en lugar de extinguirla. Esta será tu única esperanza de salvación. Si no la aceptas, estás condenado.
Fuente: Vocesdelmundo