Entre los escombros dejados por las inundaciones en Libia se ve demasiado bien la realidad de la actual política exterior de Occidente, promocionada durante las dos últimas décadas bajo el principio de la “Responsabilidad de proteger”.
Muchos miles de personas murieron o desaparecieron en el puerto de Derna cuando las dos presas que protegían la ciudad se rompieron debido a la tormenta Daniel. Gran cantidad de viviendas de la zona, incluidas las de Bengasi, al oeste de Derna, han quedado en ruinas.
La tormenta se considera una prueba más de la cada vez más grave crisis climática, que está cambiando rápidamente los patrones meteorológicos en todo el mundo y haciendo que desastres como las inundaciones de Derna sean más probables. Pero la magnitud de esta catástrofe no se puede atribuir simplemente al cambio climático. Aunque los medios de comunicación lo ocultan cuidadosamente, las acciones de Gran Bretaña hace 12 años, cuando pregonaba su preocupación humanitaria por Libia, están estrechamente relacionadas con el sufrimiento actual de Derna.
Como señalan con razón los observadores, la rotura de las presas y la deficiente ayuda de emergencia son consecuencia de un vacío de poder en Libia. No hay una autoridad central capaz de gobernar el país. Pero hay razones por las que Libia está tan mal preparada para hacer frente a la catástrofe y Occidente tiene mucho que ver con ellas. Evitar mencionar estas razones, como hace la cobertura mediática occidental, da a la audiencia una impresión falsa y peligrosa, la de que algo que le falta al pueblo libio, y quizá a los árabes y africanos, les hace intrínsecamente incapaces de gestionar adecuadamente sus propios asuntos.
Libia es, en efecto, un verdadero caos, asolada por milicias enfrentas y con dos gobiernos rivales que se disputan el poder en medio de un ambiente general de anarquía. Antes incluso de este último desastre los gobernantes rivales del país luchaban para hacer frente a la gestión cotidiana de la vida de su ciudadanía. O, como observó Frank Gardner, corresponsal de la BBC, la crisis “se ha visto agravada por la política disfuncional de Libia, un país tan rico en recursos naturales y, sin embargo, tan desesperadamente desprovisto de la seguridad y la estabilidad que su pueblo ansía”.
El corresponsal de la corporación [BBC] en Medio Oriente, Quentin Sommerville, por su parte, opinó que “hay muchos países que podrían haber afrontado inundaciones de esta magnitud, pero no uno tan convulso como Libia. Ha tenido una década larga y dolorosa: guerras civiles, conflictos locales y la propia Derna fue tomada por el grupo Estado Islámico; la ciudad fue bombardeada para expulsarlos de allí”. Según Sommerville, los expertos ya habían advertido antes que las presas no estaban en buenas condiciones y añade: “En medio del caos de Libia se hizo caso omiso a esas advertencias”.
“Disfunción”, “caos”, “problemático”, “inestable”, “fracturado”: la BBC y el resto de los medios corporativos británicos han disparado estos términos como las balas de una ametralladora. Libia es lo que a los analistas les gusta llamar un Estado fallido, pero lo que tanto la BBC como el resto de los medios occidentales han evitado cuidadosamente mencionar es por qué es un Estado fallido.
Hace más de una década Libia tenía un gobierno central fuerte y competente, aunque muy represivo, bajo Muammar Gaddafi. Los ingresos proporcionados por el petróleo del país se utilizaban para proporcionar una educación y una sanidad públicas y gratuitas, a consecuencia de lo cual, Libia tenía uno de los índices de alfabetización y una renta per cápita más altos de África.
Todo esto cambió en 2011, cuando la OTAN trató de explotar el principio de la “Responsabilidad de proteger” para justificar emprender lo que equivalía a una operación ilegal de cambio de régimen a costa de una insurgencia. La supuesta “intervención humanitaria” en Libia fue una versión más sofisticada de la igualmente ilegal invasión de Iraq por parte de Occidente ocho años antes, la “Operación Conmoción y Pavor”. Estados Unidos y Gran Bretaña emprendieron en aquel momento una guerra de agresión sin la autorización de la ONU, basándose en la acusación totalmente falsa de que el líder iraquí, Sadam Hussein, poseía arsenales ocultos de armas de destrucción masiva.
En el caso de Libia, en cambio, Gran Bretaña y Francia, respaldadas por Estados Unidos, tuvieron más éxito a la hora de conseguir una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, con un mandato limitado para proteger a la población civil de la amenaza de ataque e imponer una zona de exclusión aérea.
Armado con la resolución, Occidente elaboró un pretexto para inmiscuirse directamente en Libia. Se afirmó que Gaddafi preparaba una masacre de civiles en el bastión rebelde de Bengasi. La escabrosa historia incluso sugería que Gaddafi estaba armando a las tropas con viagra para animarlas a cometer violaciones masivas. Igual que ocurrió en el caso de las armas de destrucción masiva de Iraq, esas afirmaciones eran totalmente infundadas, tal y como concluyó un informe de la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento británico cinco años después, en 2016, cuya investigación concluyó lo siguiente: “La afirmación de que Muammar Gaddafi había ordenado la masacre de civiles en Bengasi no estaba respaldada por las pruebas existentes”. El informe añadía: “En el historial de 40 años de atroces violaciones de los derechos humanos por parte de Gaddafi no se incluían ataques a gran escala contra población civil libia”.
Sin embargo, el primer ministro David Cameron o los medios de comunicación no compartieron esta información con la opinión pública cuando los diputados británicos votaron a favor de apoyar una guerra contra Libia en marzo de 2011. Solo se opusieron 13 diputados, entre los que cabe destacar al entonces diputado Jeremy Corbyn, que cuatro años después fue elegido líder de la oposición laborista, lo que desencadenó una amplia campaña de desprestigio contra él por parte de la clase dirigente británica.
Cuando la OTAN emprendió su “intervención humanitaria”, la ONU calculó que la cantidad de personas muertas en los combates en Libia no era de más de dos mil. Seis meses después la cifra era de cerca de 50 mil, en la que se incluía una proporción importante de víctimas civiles.
Alegando su misión de responsabilidad de proteger, la OTAN excedió de forma flagrante los términos de la resolución de la ONU, que excluía específicamente “cualquier forma de fuerza de ocupación extranjera”. Las tropas occidentales, incluidas las fuerzas especiales británicas, operaron sobre el terreno y coordinaron las acciones de las milicias rebeldes opuestas a Gaddafi. Los aviones de la OTAN, por su parte, llevaron a cabo campañas de bombardeo que a menudo mataban a los mismos civiles a los que la OTAN afirmaba proteger con su presencia en Libia.
Fue otra operación ilegal de Occidente para derrocar un régimen; en este caso acabó con la filmación del linchamiento de Gaddafi en plena calle.
En todos los medios de comunicación quedó patente el sentimiento autocomplaciente de la clase política y mediática británica, que bruñía las credenciales “humanitarias” de Occidente. Un editorial de The Observer declaró: “Una intervención honorable. Un futuro esperanzador”. David Owen, exministro de Exteriores británico, escribió en el Daily Telegraph: “En Libia hemos demostrado que la intervención todavía puede funcionar”.
Hasta el archineoconservador Atlantic Council, el think-tank de información privilegiada de Washington por excelencia, admitió hace dos años: «Comparado con [la situación bajo] el gobierno de Gaddafi, los libios son más pobres, corren más peligro y sufren tanta o más represión política en algunas partes del país”. Y añadía: “Libia sigue estando dividida políticamente y en un estado de guerra civil enconada. Las frecuentes interrupciones de la producción de petróleo y la falta de mantenimiento de los campos petrolíferos han costado al país miles de millones de dólares en ingresos perdidos”.
La idea de que la OTAN alguna vez se preocupó verdaderamente por el bienestar de la población libia quedó desmentida en el momento en que Gaddafi fue salvajemente asesinado. Occidente abandonó de inmediato a Libia a la guerra civil que vino después, vistosamente calificada por el presidente Obama de “espectáculo de mierda”, y los medios de comunicación que tanto habían insistido en los objetivos humanitarios de la “intervención” perdieron todo interés por lo que sucedió después de Gaddafi. Los señores de la guerra se apropiaron rápidamente de Libia, que se convirtió en un país en el que, como advirtieron varios grupos de derechos humanos, volvieron a florecer los mercados de esclavos. Como señaló de pasada el corresponsal de la BBC Sommerville, el vacío dejado en lugares como Derna pronto fue ocupado por grupos más violentos y extremistas, como los cortadores de cabezas del Estado Islámico.
Pero paralelamente al vacío de autoridad en Libia que ha expuesto a su ciudadanía a semejante sufrimiento existe el notable vacío en el centro de la cobertura mediática occidental de las actuales inundaciones. Nadie quiere explicar por qué Libia está tan mal preparada para hacer frente al desastre ni por qué el país está tan fracturado y en una situación tan caótica, lo mismo que nadie quiere explicar por qué la invasión de Iraq por parte de Occidente por motivos “humanitarios” y la disolución de su ejército y sus fuerzas policiales provocaron la muerte de más de un millón de iraquíes, además de millones de personas sin hogar y desplazadas. O por qué Occidente se alió con sus antiguos oponentes,los los efectivos del Estado Islámico y Al Qaeda, contra el gobierno sirio, lo que, de nuevo, provocó millones de personas desplazadas y dividió el país. Siria estaba tan mal preparada como lo está ahora Libia para hacer frente al fuerte terremoto que el pasado mes de febrero sacudió sus regiones septentrionales, además del sur de Turquía.
Este esquema se repite porque sirve a un fin que es útil para un Occidente dirigido desde Washington que busca una hegemonía mundial total y controlar los recursos, o lo que sus dirigentes políticos denominan un dominio de espectro total. El humanitarismo es la tapadera (para hacer que la opinión pública occidental sea dócil) mientras que Estados Unidos y los aliados de la OTAN atacan a los dirigentes de los Estados ricos en petróleo de Medio Oriente y el Norte de África a los que consideran que no son dignos de confianza o que son impredecibles, como el libio Gaddaffi y el iraquí Sadam Hussein.
La publicación por parte de Wikileaks de cables diplomáticos estadounidenses a finales de 2010 saca a la luz una imagen de la voluble relación de Washington con Gaddafi, un rasgo que, paradójicamente, el embajador estadounidense en Trípoli atribuye al líder libio. Públicamente, los altos cargos estadounidenses estaban dispuestos a tratar de quedar bien con Gaddafi y le ofrecían una estrecha coordinación en materia de seguridad contra las mismas fuerzas rebeldes a las que pronto iban a ayudar en su operación para derrocar el régimen. Pero otros cables revelan una preocupación mayor por la rebeldía de Gaddafi, incluida su ambición de construir unos Estados Unidos de África para controlar los recursos del continente y desarrollar una política exterior independiente.
Libia tiene las mayores reservas de petróleo de África y para los Estados occidentales es de vital importancia quién las controla y se beneficia de ellas. Los cables de WikiLeaks relataban que empresas petroleras estadounidenses, francesas, españolas y canadienses se habían visto obligadas a renegociar sus contratos en unas condiciones mucho menos favorables, lo que les costó muchos miles de millones de dólares, mientras se concedía a Rusia y China nuevas posibilidades de exploración petrolífera.
Para los altos cargos estadounidenses todavía era más preocupante el precedente que había sentado Gaddafi al crear “un nuevo paradigma para Libia que se está reproduciendo en una cantidad cada vez mayor de países productores de petróleo de todo el mundo”. Ese precedente se ha anulado de forma contundente desde la desaparición de Gaddafi. Como informó Declassified, cuando llegó el momento oportuno, el año pasado, los gigantes petroleros británicos BP y Shell volvieron a los yacimientos libios.
En 2018 el entonces embajador británico en Libia, Frank Baker, escribió entusiasmado que Reino Unido “estaba ayudando a crear un entorno más permisible para el comercio y la inversión, y a descubrir oportunidades para que la experiencia británica ayude a la reconstrucción de Libia”, lo que contrasta con las anteriores medidas de Gaddafi para estrechar los lazos militares y económicos con Rusia y China, incluido el permiso de acceso al puerto de Bengasi concedido a la flota rusa. En un cable de 2008 se indica que “[Gaddafi] expresó su satisfacción por el hecho de que la creciente fortaleza de Rusia pueda servir de contrapeso necesario al poder de Estados Unidos”.
Estos fueron los factores que inclinaron la balanza en Washington en contra de la continuidad del gobierno de Gaddafi y animaron a Estados Unidos a aprovechar la oportunidad de derrocarlo respaldando a las fuerzas rebeldes. La afirmación de que a Washington o a Gran Bretaña les preocupaba el bienestar de la población libia corriente queda desmentida por una década de indiferencia ante su difícil situación, que culmina con el actual sufrimiento en Derna.
La actitud de Occidente respecto a Libia, lo mismo que respecto a Iraq, Siria y Afganistán, ha sido preferir que se hundan en un lodazal de división e inestabilidad antes que permitir que un líder fuerte actúe de forma desafiante, exija el control de sus recursos y establezca alianzas con Estados enemigos, lo que crea un precedente que otros Estados podrían seguir. A los Estados pequeños se les ofrece una difícil disyuntiva: someterse o pagar un alto precio.
Gaddafi fue asesinado brutalmente en la calle y las sangrientas imágenes se vieron en todo el mundo; en cambio, el sufrimiento de la población libia corriente a lo largo de la última década ha tenido lugar sin que lo veamos. Ahora, con el desastre de Derna, su terrible situación es el centro de atención, pero con la ayuda de medios de comunicación occidentales como la BBC, las razones de su miseria siguen siendo tan turbias como las aguas de la inundación.
Fuente: Al Mayadeen