Raramente la obra de un filósofo ha tenido tan vastas y tangibles consecuencias históricas como la de Karl Marx: desde la Revolución rusa de 1917, y hasta la caída del muro de Berlín en 1989, la mitad de la humanidad vivió bajo regímenes políticos que se declararon herederos de su pensamiento. Contra lo que pudiera parecer, el fracaso y derrumbamiento del bloque comunista no habla en contra de Marx, sino contra ciertas interpretaciones de su obra y contra la praxis revolucionaria de líderes que el filósofo no llegó a conocer, y de los que en cierto modo se desligó proféticamente al afirmar que él no era marxista.
Biografía
Karl Marx procedía de una familia judía de clase media; su padre era un abogado convertido recientemente al luteranismo. Estudió en las universidades de Bonn, Berlín y Jena, doctorándose en filosofía por esta última en 1841. Desde esa época el pensamiento de Marx quedaría asentado sobre la dialéctica de
Hegel, si bien sustituyó el idealismo hegeliano por una concepción materialista, según la cual las fuerzas económicas constituyen la infraestructura subyacente que determina, en última instancia, fenómenos «superestructurales» como el orden social, político y cultural.
En 1843 se casó con Jenny von Westphalen, cuyo padre inició a Marx en el interés por las doctrinas racionalistas de la
Revolución francesa y por los primeros pensadores socialistas. Convertido en un demócrata radical, Marx trabajó algún tiempo como profesor y periodista; pero sus ideas políticas le obligaron a dejar Alemania e instalarse en París (1843).
Por entonces estableció una duradera amistad con
Friedrich Engels, que se plasmaría en la estrecha colaboración intelectual y política de ambos. Fue expulsado de Francia en 1845 y se refugió en Bruselas; por fin, tras una breve estancia en Colonia para apoyar las tendencias radicales presentes en la Revolución alemana de 1848, pasó a llevar una vida más estable en Londres, en donde desarrolló desde 1849 la mayor parte de su obra escrita. Su dedicación a la causa del socialismo le hizo sufrir grandes dificultades materiales, superadas gracias a la ayuda económica de Engels.
Marx partió de la crítica a los socialistas anteriores, a los que calificó de «utópicos», si bien tomó de ellos muchos elementos de su pensamiento (particularmente, de autores como
Saint-Simon,
Robert Owen o
Charles Fourier). Tales pensadores se habían limitado a imaginar cómo podría ser la sociedad perfecta del futuro y a esperar que su implantación resultara del convencimiento general y del ejemplo de unas pocas comunidades modélicas.
Por el contrario, Marx y Engels pretendían hacer un «socialismo científico», basado en la crítica sistemática del orden establecido y el descubrimiento de las leyes objetivas que conducirían a su superación; la fuerza de la revolución (y no el convencimiento pacífico ni las reformas graduales) sería la forma de acabar con la civilización burguesa. En 1848, a petición de una liga revolucionaria clandestina formada por emigrantes alemanes, Marx y Engels plasmaron tales ideas en el
Manifiesto Comunista, un panfleto de retórica incendiaria situado en el contexto de las revoluciones europeas de 1848.
El capital
Posteriormente, durante su estancia en Inglaterra, Marx profundizó en el estudio de la economía política clásica y, apoyándose fundamentalmente en el modelo de
David Ricardo, construyó su propia doctrina económica, que plasmó en
El capital; de esa obra monumental sólo llegó a publicar el primer volumen (1867), mientras que los dos restantes los editaría después de su muerte su amigo Engels, poniendo en orden los manuscritos preparados por Marx.
Partiendo de la doctrina clásica, según la cual sólo el trabajo humano produce valor, Marx señaló la explotación del trabajador, patente en la extracción de la
plusvalía, es decir, la parte del trabajo no pagada al obrero y apropiada por el capitalista, de donde surge la acumulación del capital. Denunciaba con ello la esencia injusta, ilegítima y violenta del sistema económico capitalista, en el que veía la base de la dominación de clase que ejercía la burguesía.
Sin embargo, su análisis aseguraba que el capitalismo tenía carácter histórico, como cualquier otro sistema, y no respondía a un orden natural inmutable como habían pretendido los clásicos: igual que había surgido de un proceso histórico por el que sustituyó al feudalismo, el capitalismo estaba abocado a hundirse por sus propias contradicciones internas, dejando paso al socialismo. La tendencia inevitable al descenso de las tasas de ganancia se iría reflejando en crisis periódicas de intensidad creciente hasta llegar al virtual derrumbamiento de la sociedad burguesa; para entonces, la lógica del sistema habría polarizado a la sociedad en dos clases contrapuestas por intereses irreconciliables, de tal modo que las masas proletarizadas, conscientes de su explotación, acabarían protagonizando la revolución que daría paso al socialismo.
En otras obras suyas, Marx completó esta base económica de su razonamiento con otras reflexiones de carácter histórico y político: precisó la lógica de lucha de clases que, en su opinión, subyace en toda la historia de la humanidad y que hace que ésta avance a saltos dialécticos, resultado del choque revolucionario entre explotadores y explotados, como trasunto de la contradicción inevitable entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el encorsetamiento al que las someten las relaciones sociales de producción.
También indicó Marx el objetivo último de la revolución socialista que esperaba: la emancipación definitiva y global del hombre (al abolir la propiedad privada de los medios de producción, que era la causa de la alienación de los trabajadores), completando así la emancipación meramente jurídica y política realizada por la revolución burguesa (que identificaba con el modelo francés). Sobre esa base, Marx apuntaba hacia un futuro socialista entendido como realización plena de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, como fruto de una auténtica democracia; la «dictadura del proletariado» tendría un carácter meramente instrumental y transitorio, pues el objetivo no era el reforzamiento del poder estatal con la nacionalización de los medios de producción, sino el paso (tan pronto como fuera posible) a la fase comunista en la que, desaparecidas las contradicciones de clase, ya no sería necesario el poder coercitivo del Estado.
La Primera Internacional
Marx fue, además, un incansable activista de la revolución obrera. Tras su militancia en la diminuta Liga de los Comunistas (disuelta en 1852), se movió en los ambientes de los conspiradores revolucionarios exiliados hasta que, en 1864, la creación de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) le dio la oportunidad de impregnar al movimiento obrero mundial de sus ideas socialistas.
En el seno de aquella Primera Internacional, gran parte de sus energías las absorbió la lucha contra el moderado sindicalismo de los obreros británicos y contra las tendencias anarquistas continentales representadas por
Pierre Joseph Proudhon y
Mijaíl Bakunin. Marx triunfó e impuso su doctrina como línea oficial de la Internacional, si bien ésta acabaría por hundirse como efecto combinado de las divisiones internas y de la represión desatada por los gobiernos europeos a raíz de la revolución de la Comuna de París (1870).
Retirado desde entonces de la actividad política, Marx siguió ejerciendo su influencia a través de sus discípulos alemanes, como August Bebel o Wilhelm Liebknecht; desde su creación en 1875, ambos fueron figuras de peso en el Partido Socialdemócrata Alemán, grupo dominante de la Segunda Internacional que, bajo inspiración decididamente marxista, se fundó en 1889. Muerto ya Marx, Engels asumió el liderazgo moral de aquel movimiento y la influencia ideológica de ambos siguió siendo determinante durante un siglo.
Sin embargo, el empeño vital de Marx había sido el de criticar el orden burgués y preparar su destrucción revolucionaria, evitando caer en las ensoñaciones idealistas de las que acusaba a los visionarios utópicos; por ello no dijo apenas nada sobre el modo en que debían organizarse el Estado y la economía socialistas una vez conquistado el poder, dando lugar a interpretaciones muy diversas entre sus adeptos. Dichos seguidores se escindieron entre una rama socialdemócrata cada vez más orientada a la lucha parlamentaria y a la defensa de mejoras graduales salvaguardando las libertades políticas individuales (
Karl Kautsky,
Eduard Bernstein,
Friedrich Ebert) y una rama comunista que dio lugar a la Revolución bolchevique en Rusia y al establecimiento de Estados socialistas con economía planificada y dictadura de partido único (
Lenin y
Stalin en la URSS y
Mao Tse-tung en China).
Fuente:
Biografias y Vidas